SARAH
La primera vez que vi a Sarah me quedé embelesado. Ambos paseábamos por el parque Roswell, disfrutando de la agradable brisa primaveral junto a un centenar de personas. Nuestros caminos se cruzaron en una de las zonas más conocidas, coronada de arcos repletos de rosas y custodiada por efigies que imitaban el estilo renacentista.
Recuerdo aquel instante como si fuera ayer, incluso ahora. Yo caminaba sin prisas, divagando en mis asuntos, cuando sin previo aviso nuestras miradas se cruzaron y detuve mis pasos, hipnotizado por su deslumbrante belleza.
Ella, que iba con un grupo de señoras de cierta edad, sonrió ante mi descaro y comenzó a girar de forma coqueta el parasol, mientras se iba acercando despacio. Entonces me guiñó un ojo, demostrándome lo encantadora, atrevida y atípica que era su persona.
“No seas descarada” oí que la regañaban, mientras las cotorras murmuraba quejidos de disgusto. “Lo que acabas de hacer es indigno de una dama de tu posición”.
Escuché una disculpa hueca, carente de cualquier chispa de arrepentimiento. Pasaron a mi lado y la seguí con la mirada, hasta que algo llamó poderosamente mi atención.
En el suelo había un pañuelo blanco, con delicados bordados de encaje. Lo contemplé unos segundos y corrí a cogerlo sin pensar. Creo que detenerla para preguntarle si había perdido la prenda fue la mejor decisión que he tomado en mi vida, nada podrá cambiar eso. Porque cuatro meses después de aquel mágico encuentro, celebramos nuestras nupcias.
Festejamos los esponsales en Marjory Manor, la mansión que había heredado tras la muerte de mis padres, donde íbamos a iniciar una maravillosa vida en común. La ocasión bien merecía algunos gastos, por lo que había mandado remodelar los jardines con esmero, incluso pintado la fachada de la casa y redecorando algunas estancias. Por primera vez en mucho tiempo, la ancestral morada familiar había dejado de ser gris, para dar la bienvenida a los sueños.
En la noche de bodas hice a Sarah mía, y yo me hice totalmente suyo. Ninguna mujer, excepto ella, había sido capaz de tocar mi alma a parte del cuerpo. Y cuando llevábamos un año juntos, quedó encinta.
Por fortuna, el sino quiso que hubiera complicaciones durante el parto y el niño muriera días más tarde. Puede parecer que soy un hombre terrible, pero ahora que en una trampa sin salida me hallo, agradezco aquella desdicha y al mismo tiempo, siento que ya nada me importa. No después de todo lo que nos ha acontecido en estos últimos tres días…
Al principio llevamos mal que mi amada no pudiera volver a concebir. Pero con el paso de los años, ella comenzó a sobreponerse y a participar activamente en algunas campañas de caridad, acudiendo como voluntaria a varios hospicios de Londres. Yo mismo la incentivé, contribuyendo con cuantiosas donaciones a sus buenas obras, pues lo único que deseaba era volver a verla feliz.
Y el año pasado me replanteó la idea de adoptar a uno de los críos que había conocido en Saint Thomas, y con el que se había encariñado mucho. Huelga decir que acepté con gusto la sugerencia, pues el pequeño Austin me encandiló a mí también, con sus preciosos ojos grises y su sonrisa bonachona. La felicidad volvió a Marjory Manor y nada nos hacía presagiar la oscuridad que se cernía sobre todos… Éramos tan ilusos…
Ante ayer marché a Londres a trabajar, topándome con extrañas noticias a las que no di la importancia merecida. Por lo visto una enfermedad desconocida atacaba gran parte de Inglaterra. Al principio se sospechó que podía tratarse de gripe, pero algunos médicos constataron síntomas que se diferenciaban de ese mal.
Además, aquel día me tocaba juzgar uno de los últimos casos de agresión en la ciudad, el de un vagabundo que había atacado a un respetable ciudadano en Whitechapel, cuando éste se disponía a coger un cabriolé. No obstante, tras llegar a mi despacho me informaron de que se había suspendido el juicio.
Al parecer, la víctima había contraído la nueva dolencia y deliraba postrado en cama. Además, el agresor había tenido que ser reducido hasta la muerte tras soltar certeras dentelladas a varios agentes cuando se disponían a encerrarlo en una celda individual. Enojado por haber acudido para nada, escuché historias que sin duda debían estar exageradas. Tonterías dignas de mentes atolondradas que hablaban de ojos extraños y aplastamientos de cráneo.
No fue hasta la mañana siguiente cuando una intensa y malsana sensación comenzó a invadirme. El pequeño Austin, que jugaba en los jardines bajo la atenta supervisión de su institutriz, fue asaltado por lo que parecía un indigente. Cómo ese hombre llegó hasta mis dominios, es un auténtico misterio.
Sarah recogía flores mientras yo tomaba un té y leía el diario. Entonces escuchamos los gritos y vimos algo a lo lejos. Miss White corría hacia nosotros con el niño en brazos, gritando.Parecía manchada de sangre. Mi mujer me llamó y salimos disparados hacia ellos. Nada más alcanzarlos cogí al niño y al constatar que le faltaba un buen trozo de carne, saqué un pañuelo del bolsillo del chaleco y apreté la herida con fuerza, intentando contener la hemorragia. La joven nos contó que había conseguido soltar al pequeño golpeando al criminal con una rama.
Entonces pedí que prepararan el carruaje y exigí a algunos de mis hombres que cogieran las escopetas de caza y buscaran al canalla que había cometido semejante atrocidad.
El viaje hacia la casa del médico fue agónico. Por fortuna quiso Dios que nos recibieran enseguida. Austin se comportó como todo un hombrecito, apenas gritó ni lloró mientras le desinfectaban y cosían. Con el paso del rato su tez adquirió un poco de color, algo que por fin logró que mi cuerpo se relajara lo suficiente como para aceptar un whisky.
Fue en ese momento cuando me percaté de la muñeca vendada del doctor y le pregunté al respecto, recibiendo la contestación de que un paciente lo había mordido en Londres. Nada más oír eso noté un profundo escalofrío. Después, recordando lo que había oído en los juzgados el día anterior, sentí el irrefrenable deseo de volver junto a mi esposa.
Los últimos rayos del sol morían dejando paso al anochecer. Al bajar del carruaje mi hijo se agitó inquieto y cavilé de nuevo sobre los rumores que circulaban en la ciudad. No obstante me negué ante la evidencia de esa locura enfermiza que parecía extenderse como la peste.
Sarah nos esperaba en la puerta y me arrebató a la criatura de los brazos. Le di un largo beso y le pregunté por mis hombres, descubriendo que aún no habían regresado de la cacería. Pensé que era extraño, pero no le di mucha importancia.
Esa noche mi amada y yo hicimos el amor por última vez. Unas horas después vinieron a informarnos de que Austin se hallaba gravemente enfermo y acudimos a su encuentro. La fiebre era tan alta que le quemaba la piel y las vendas de su manita presentaban un aspecto sucio, amarillento, incluso desprendían un hedor repulsivo…
Luego vino el caos, tan veloz que apenas soy capaz de narrarlo. Me disponía a ordenar que fueran a buscar al doctor cuando uno de mis sirvientes me informó de que habían visto a algunos de mis hombres a través de las ventanas, deambulando de forma desconcertante alrededor de la casa. Dejé que Sarah se encargara de eso y bajé a buscarlos, deseoso de recibir buenas noticias. Pero una vez abierta la entrada y gracias a las luces de gas, comprobé con absoluto terror que una realidad nueva y grotesca se me acercaba, bajo la forma de extrañas criaturas que pese a conservar rasgos familiares, presentaban horripilantes heridas que por fuerza divida, tenían que ser mortales de necesidad.
Grité e intenté cerrar la puerta pero la abrieron de un fuerte empellón y caí al suelo… De ese modo la muerte irrumpió en mi morada, atacando a todo aquel que se cruzara en su camino. Aturdido, busqué si portaban las escopetas, dándome cuenta de que ninguna de esas cosas las llevaba consigo. Me puse en pie y corrí al piso de arriba, alertando a todo el mundo. Por desgracia no estábamos preparados para aquel ataque y el desastre fue inminente.
Ya casi había llegado a la habitación de Austin cuando escuché un grito familiar. Aturdido cogí uno de los candelabros e irrumpí en la estancia, topándome con una imagen escalofriante. El niño se agarraba al cuello de la institutriz, que se agitaba intentando soltarse. Chorros escarlata salpicaron a Sarah cuando, aterrada, trataba de separarlos.
Respiré hondo, consciente de lo que debía hacer y comencé a golpear la cabecita del pequeño. Cuando cayó al suelo mi mujer me empujó, sollozando, dándome puñetazos en el pecho. Yo deseaba explicarle lo que sucedía pero no había tiempo. Me miré las manos, manchadas de sangre y arrojé el tenebrario…
Apenas tuvimos unos segundos para reaccionar. La pobre maestra, convertida en una de esas cosas, se arrastró hasta nosotros y mordió a mi amor en la pierna. Su grito desgarrador me retornó a la realidad y di patadas a la agresora para que la soltara.
Después cogí a Sarah en brazos y salí corriendo de la habitación. Desgraciadamente había más de aquellas criaturas en la escalera, gente a la que había apreciado en vida y de la que ya tan solo quedaba un cuerpo corrompido. Huí hacia mis aposentos, recordando que siempre guardaba un arma para emergencias, oculta en uno de los cajones.
Cerré la puerta nada más entrar y dejé a mi esposa en la cama. A continuación atranqué todas las entradas con los muebles, corrí las cortinas y busqué el revólver. Luego vendé a mi amor con trozos de sábana, consciente de que no sería capaz de parar la enfermedad; y me tumbé a su lado, a la espera del paso del tiempo. Ambos sabíamos cuál iba a ser el final.
De vez en cuando sonaban gritos desgarradores que traspasaban las paredes y las ventanas. Alguien murió cuando intentaba escapar por los jardines, sus aullidos de dolor me acuchillaron los oídos hasta llegarme al alma.
Amaneció y volvió a oscurecer. Todo cuanto me quedaba estaba conmigo, sin ella no pensaba marchar a ningún lado. Una tormenta bañó Marjory Manor, pese a ser incapaz de arrastrar el terror consigo.
Escuché un alarido en el pasillo y me acerqué a la puerta despacio, intentando discernir si se aproximaba hacia nosotros. De golpe sentí un profundo escalofrío y me volví, percatándome de que Sarah se había levantado de la cama. La llamé, notando un nudo en la boca del estómago, pues la posición de su cabeza, totalmente inclinada hacia un lado, se me antojó aterradora y antinatural. Las primeras lágrimas cayeron a través de mis mejillas cuando ella me miró con sus nuevos y terribles ojos, que incluso a pesar de la tenue luz de los quinqués, se dibujaban amarillosos y cubiertos por una pátina virulenta. Ya no quise controlarlo, sollocé impotente. La odiosa certeza de que su alma seguía atrapada en aquel cuerpo envilecido me golpeaba, dejándome sin aliento. Entonces ella irguió su cabeza con un brusco movimiento que le hizo crujir el cuello y soltó un gruñido gutural.
Sabía que el disparo iba a atraer a las otras criaturas, estaba convencido. No obstante Sarah merecía una vida de cuento, un final digno.
Le encañoné a la cabeza, diciéndole cuanto la amaba y que no tardaríamos en reencontrarnos. Ella arrancó a correr hacia mí y apreté el gatillo…
Ya han pasado unos minutos y aquí me hallo, con el cuerpo de mi difunta esposa entre mis brazos. La puerta y los muebles rebotan por los golpes y escucho a esos monstruos gritar al otro lado, arañando las paredes, agrupándose en el embudo que les conduce a mi tumba. Es cuestión de tiempo que entren en tropel, deseosos de probar mi carne. Pero pienso pegarme un tiro en cuanto lo hagan… ¡Oh, Dios mío! ¡La madera está cediendo! ¡DIOS MÍO, DIOS MÍO!
SARAH por Ramón Márquez Ruiz se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Me llamo Ramón Márquez Ruiz y soy escritor, diseñador gráfico e ilustrador. Bienvenidos a Novelesco. Si deseas saber más cosas sobre mi, clica abajo. Muchas gracias por leerme ; )