—Que diablos… —dije con voz somnolienta.
Fue en ese momento cuando distinguí a una figura decrépita a los pies de la cama, que respiraba de una manera enfermiza; y en cuanto más la miraba, más detalles captaba sobre su figura; parecía una anciana encorvada de larga melena enmarañada y sucia e iba vestida con un sudario transparente y raído, que dejaba imaginar lo que había debajo. Pero su desagradable visión no era lo peor; desprendía una energía insana que me enfermaba, mi cuerpo se resentía y a cada segundo transcurrido me encontraba mucho peor… y notaba que sus ojos permanecían clavados en mí, aumentando la desagradable sensación…
—Llevo mucho tiempo buscándote precioso —me dijo con una voz chillona, perversa y lejana, que me hizo sentir escalofríos.
Seguidamente la vieja se subió a la cama de rodillas y comenzó a gatear hasta mi cara, intenté moverme pero me resultaba imposible, quise gritar, tampoco fui capaz de hacerlo… en un segundo su rostro se hallaba frente al mío, notaba su olor corporal, nauseabundo, hedía a putrefacción…
—Por fin estoy en caasaaaa —susurró ella. Sentí que me acariciaba con sus manos nervudas, de grandes uñas asquerosas y retorcidas.
Supe que era una bruja, o algo parecido. Quise resistirme, intenté pegarle un empujón cuando noté que bajaba su mano por mi torso, arañándome la piel… pronto la introdujo en los calzoncillos y agarró mi pene, acariciándolo lentamente, noté una increíble erección… “Quítate de encima” pensaba por dentro, desesperado.
—Nnnno, nnnnno —conseguí decir.
—Tranquilo guapo. Ahora vamos a formar un solo ser…
Entonces me clavó la mano libre bajo el ombligo, rasgándome la carne con sus uñas y sentí un dolor agónico mientras retorcía su extremidad dentro de mi cuerpo…
—Tú y yo nos lo vamos a pasar de maravilla, amor. Te lo prometo…”
El despertador sonó atronador a las 6 de la mañana. Perezoso, busqué el teléfono móvil en la oscuridad y de memoria deslicé el dedo hacia el lado izquierdo de la pantalla; sólo necesitaba cinco minutos más, solo c—i—n—c—o, luego me activaría como siempre… En lo que me pareció un segundo el maldito sonido volvió a romper mi paz idílica y en aquella ocasión por fin, de una vez por todas, lo induje al silencio y me levanté con un esfuerzo casi infrahumano. “Joder, vaya nochecita” pensé, intentando desprenderme de las pesadillas que casi habían conseguido que me cagara del susto. “¿Es que no podría haber sido de nuevo con esa pelirroja?”. De vez en cuando soñaba con una mujer misteriosa que hacía cosas imposibles y se cargaba a los malos de Barcelona, como si se tratara de una película de Tarantino; lo malo era que nunca conseguía recordar su cara, pese a que era capaz de hacerlo con todo lo demás; y lo bueno, el cómo me sentía al despertarme, completamente renovado y cargado de energía. Pero para mi desgracia aquella noche me había tocado una de las peores fantasías sexuales de la historia. “Maldita vieja grimosa…”. Solté un prolongado bostezo y me quité los calzoncillos, para luego ir directo a la ducha.
Vivir en un micro piso de menos de cuarenta metros cuadrados tenía un par de cosas buenas, sobre todo en las mañanas; recuerdo que te permitía ir directo hacia los puntos clave, sin la necesidad de que tu cerebro funcionara demasiado.
Una vez en el cuarto de baño saqué una toalla del pequeño armario auxiliar y la dejé colgada en un gancho de la puerta, para luego meterme dentro de mi fabulosa cabina de cristal. Sentir el agua caliente logró que mis neuronas comenzaran a despertarse de una vez por todas, analizando el larguísimo día que me esperaba por delante. Aunque la primera de mis ideas no resultó nada esperanzadora, ya que sin duda, daba por sentado que no habría nada nuevo bajo el sol. Por no hablar de que al día siguiente cumplía los 30…
Diez minutos más tarde ya me había peinado el cabello y adecentado la barba; dediqué un rápido vistazo al ombligo de mi reflejo, sintiendo un alivio reconfortante al ver que no había ninguna marca sobre la piel. “No ha sido más que una pesadilla, idiota” me regañé. Fui directo al armario en busca del atuendo perfecto para afrontar el día y lo abrí, ya más espabilado. Siempre he sido un tipo clásico, no puedo negarlo; aunque mi vida ha cambiado mucho desde entonces en aquella época ya me gustaba ir echo un pincel, navegando dentro de un limitado presupuesto que solía ser más bien escaso. Por fortuna trágica tenía mucha ropa de mi padre, que había sido un hombre de complexión física muy parecida a la mía, alto, tirando a delgado, elegante… Aún sigue inspirándome el recordarlo tan bien vestido, siempre acorde a la situación en la que se encontraba sin perder ni un solo toque de su personalidad arrolladora; un rasgo que, siendo sincero, por aquel entonces daba por hecho que en mi se había quedado por el camino.
Después de unos segundos decidí ponerme uno de sus trajes gris oscuro, una camisa azul celeste y una de sus corbatas preferidas, de un tejido vintage de tonalidades verdes; esa prenda siempre me había gustado por no ser nada estrafalaria pese al diseño, que pasaba más bien desapercibido al no usar tonalidades estridentes. Siempre que me la ponía me miraba en el espejo intentando sentirme orgulloso conmigo mismo y volverme tan echado para adelante como era papá, incluso a pesar de que en aquel momento de mi vida solía hundirme hacia las inseguridades. Y aquella mañana, después de mi pequeño ritual mañanero, en el que me mentía diciéndome que me esperaba una jornada genial, salí de casa dispuesto a comerme el día, descubriendo poco después que perdía el autobús. No había una sensación que odiara más que la de meterme una buena carrera a la fuerza, para no llegar tarde al trabajo; sobre todo cuando éste se hallaba en una ciudad cercana y la estación de tren te quedaba muy lejos de casa.
Tras correr como un loco calle abajo, conseguí llegar a la parada siguiente, empapado en sudor y con la malévola sensación de que me ahogaba. Nada más sentarme en el primer asiento que pillé me vi obligado a desabrocharme el último botón de la camisa y a aflojarme el nudo de la corbata, para poder respirar con mayor comodidad. “Maldita sea, ya veo que me espera otro día genial” pensé asqueado. Por fortuna, una de las cosas buenas que tenía usar aquel autobús consistía en el lujo de las siestas que me metía por el camino. “A la porra, a ver si ahora consigo descansar un poco” reflexioné cerrando los ojos, dispuesto a dormirme hasta Barcelona. Y contra todo pronóstico la suerte me sonrió nada más llegar a la ciudad condal; pues una atractiva mujer tuvo la delicadeza de despertarme en la parada de Plaza de Cataluña.
—Despierta guapo, ya hemos llegado —me dijo, apretándome suavemente del hombro; me invadió una extraña sensación eléctrica, jamás había experimentado algo semejante.
Abrí los ojos de golpe y la miré espantado; al ver lo que había pasado le agradecí el gesto con una sonrisa y la observé sin disimular el creciente interés. Tenía ante mi a la señorita más atractiva que había visto en la vida; iba vestida con un impoluto vestido amarillo vaporoso y primaveral, que le sentaba como un guante, perfecto. Un bonito sombrero blanco le cubría la cabeza, dándole un toque selecto que me fascinó, haciéndola más interesante.
—Gra… gracias —conseguí decirle, dedicándole una sonrisa.
¡Que poco sabía yo en aquel momento de las retorcidas idas de tuerca que me reparaba el destino! Una vez en la calle fui en busca del fabuloso metro, mentalizándome para otro horroroso viaje bajo tierra, aún fantaseando con la belleza del autobús. “Bueno, después de una visión angelical, ¿Qué me puede ir mal?” cavilé; lástima que en esos tiempos fuera un tipo bastante ingenuo.
A pesar de no ser un hombre bajo y de medir cerca de 1,74, en las últimas semanas me había visto arrinconado contra la otra puerta del vagón, en el peor de los casos. Esa era una de las maravillosas virtudes con las que contaba coger el transporte público en hora punta. “Va, sólo será un cuarto de hora…” me animé mientras bajaba las escaleras de la estación. Y una vez en el andén, cuando llegó el metro, contemplé a una exagerada multitud de gente que subía en tropel, empujándose unos a otros como si dentro regalaran lingotes de oro. Entonces tuve una idea. “Hoy me espero al siguiente” pensé, sentándome en uno de los bancos que había diseminados en la estación de la línea roja. Cuatro minutos más tarde llegó otro convoy, y me subí con una sonrisita triunfal; aquel día nadie me iba a arrinconar ni a invadir mi espacio vital… pero en unos segundos irrumpió otra marabunta de personas, con el consiguiente y catastrófico resultado. “Puta vida” me dije, luchando por no sucumbir.
Al bajarme en la estación de Sants salí al exterior, descubriendo que el día había padecido un cambio repentino. Asqueado contemplé desde las puertas de cristal como llovía de una forma torrencial, con tanta intensidad que apenas se veía lo que había por delante. “Maravilloso, otro jodido y maldito día genial” me dije. Para mi fortuna no tardé en reconocer a una cara amiga y me acerqué a paso decidido. Bao Chan era un emigrante chino que cada mañana vendía cualquier cosa en aquella estación; como siempre nos topábamos a la misma hora y yo le había comprado en algunas ocasiones, no tardamos en entablar una amistad cordial. Y aquel día, la divina providencia quiso que mi coleguita de la otra punta del globo vendiera paraguas, un producto que me venía que ni pintado. Nada más verme Bao me dedicó una radiante sonrisa.
—Hola Darío —me saludó con su español casi perfecto—. Estaba pensando en ti.
—Hola Bao —le devolví el saludo, dándole la mano—. Me has alegrado mucho el día, te lo aseguro. ¿Cómo sabías que hoy iba a llover?
El hombre me guiñó uno de sus ojos rasgados.
—Si te lo dijera, tendría que matarte —me soltó, logrando que en mi cara se dibujara una sonrisa—. Toma este, es de los grandes; y por ser tú, te lo dejo a mitad de precio, serán tres euros.
—Muchas gracias, te lo agradezco de veras —contesté mientras sacaba unas monedas del bolsillo del pantalón.
—De nada hombre, eres de las pocas personas que siempre me ha tratado bien en esta jaula de grillos. La gente que pasa por Sants está muy loca.
“Y la de Barcelona, por norma general” pensé.
—Hoy tienes mala cara. ¿No has dormido bien?
—Vaya, se me ha de notar.
—No, solo un poco —respondió él, cuando le pagaba—. Y tengo que decirte que me encanta tu corbata.
—Gracias; bueno te dejo, que voy a llegar tarde seguro —le dije, con mi preciado tesoro en las manos.
Y por fin, después de diez minutos bajo la lluvia, conseguí llegar al trabajo medio empapado y tarde. En el exterior comenzaba a tronar de manera intermitente cuando entré en el precioso edificio de mi empresa, Creytok, una sucursal norteamericana que tenía sedes repartidas por todo el mundo. Saludé a los recepcionistas y me subí al ascensor, como si la vida me fuera en ello. Una vez se cerraron las puertas volví a abrocharme el botón de la camisa, me puse bien el nudo de la corbata y dediqué un rápido escrutinio a mi cabello, percatándome de un pequeño detalle que me había pasado desapercibido hasta aquel instante; entre mis mechones de color pajizo encontré unas cuantas canas. “Anda” me dije sorprendido; en casa no las había visto… “¿Serán por los 30?”.
Nada más abandonar el ascensor en la planta trece, donde se hallaba mi oficina, me topé con el imbécil de mi jefe.
Ambrosio de Felipe era un cuarentón increíblemente snob, que miraba a todo el mundo por encima del hombro y se pensaba que podía tratar a sus subordinados como si fueran mierda reseca. Siempre vestía trajes de marca con un pésimo gusto, pese a su elevado presupuesto; llevaba gafas de pasta grises y el cabello engominado hacia atrás, con tanta cantidad de fijador que le confería un aspecto acartonado y plastificado. Yo le tenía unas ganas tremendas desde hacía unos años, o para ser más exacto, desde que me fichara la empresa. Pero en esa época el panorama laboral no era nada esperanzador y me sentía muy afortunado de tener un trabajo.
—Vaya, vaya, vaya —me soltó el boss, como a él le gustaba que lo llamáramos—. Veo que hoy las alas no te han ayudado a llegar puntual, señor Dédalo.
Ya de crío había descubierto que mi original apellino no consistía en una panacea, suscitando toda clase de bromas idiotas. Y para mi desgracia, de adulto seguía sucediéndome exactamente lo mismo, sobre todo con cretinos como el boss. Huelga decir que aquella mañana infernal reprimí el impulso de meterle mis alas por el culo. “Gilipollas” pensé.
—Lo lamento, he ido de bólido…
—No quiero excusas, Dédalo. Como mañana vuelvas a llegar tarde te abro un expediente. Ahora venga, quiero verte trabajar como un negro. Y que sepas que te estaré controlando de cerca, hoy seré tu sombra, volaré sobre tu cabeza como un halcón en busca de su presa, que eres tú, por supuesto.
“Joder, racista asqueroso” maldije mi suerte. “Veo que hoy me va a tocar a mí”. Cada día el señor De Felipe escogía a un trabajador y le hacía pasar una jornada de las malas. Siempre creí que era una manera fácil de alimentar su ego como un parásito; por la empresa circulaba el rumor de que aquel imbécil había entrado por enchufe, no por méritos propios. Y todos los trabajadores sabíamos que era un auténtico aprovechado del mérito ajeno, directamente succionado de los propios equipos que coordinaba.
Nada más sentarme en mi cubículo desconecté de todo lo demás, de la pesadilla horrible de aquella noche, de la tormenta que iluminaba el cielo de Barcelona… en unos segundos logré centrarme en las tareas que tenía asignadas, con la ingenuidad de un trabajador maltratado y mal pagado. Aquel día me tocaba repasar que no hubiese fallos en el sistema, una labor que describiré como un auténtico coñazo. Nuestro proyecto quedaba conformado por un equipo de veinticinco personas, mucho más competentes que nuestro jefe, que solía perder el tiempo fastidiándonos a todos como podía.
No llevaba ni media hora sentado cuando el boss asomó la cabeza, dedicándome una sonrisa cargada de autosuficiencia.
—A ver que estás haciendo —me espetó, apartándome de malas maneras para ver el monitor—. Esto está mal.
Lo miré respirando con calma. Su cabeza era lo que fallaba, no mi código.
—No lo está —le dije, cargado de paciencia. Tras una breve explicación logré que me dejara en paz, aunque antes de marcharse me hizo un gesto con los dedos, indicándome que me controlaba de cerca.
—Voy a ser sincero contigo, estoy esperando que la cagues —soltó con un tono grosero, antes de desaparecer de mi vista—. Y sé que vas a fallar, por lo que recuerda, hoy soy tu halcón cazador, sabiondo…
Lo miré con la cara congelada en un rictus de incertidumbre, no por sus palabras, sino por las propias ganas de mandarlo a un lugar oscuro donde debía de oler muy mal. Cuando se marchó dediqué una mirada a la fotografía que siempre tenía sobre mi mesa y sonreí, pese al chaparrón que seguía cayéndome encima. En ella salíamos mi padre y yo, unos siete años atrás, en una época ingenua y feliz; por aquel entonces aún no había aparecido el cáncer, ni la orfandad… “Dame fuerza, papá” le pedí al hombre que le sonreía a una versión más joven de mí. “Sobre todo para aguantar a este señor”.
Un par de horas más tarde necesité darme un respiro y fui en busca de mi máquina de café favorita, situada en una sala preparada para que los trabajadores pudiésemos comer sin salir de la oficina. Al meter la moneda de veinte céntimos esperé a que cayera mi premio y nada más olerlo sentí un alivio instantáneo, que me reconfortó; por fortuna Creytok contaba con un delicioso café, todo un lujazo teniendo en cuenta los bodrios que había llegado a probar de otras máquinas. Y allí no había ni rastro del boss, por lo que podía respirar con tranquilidad y saborearlo como Dios mandaba. No obstante, en ocasiones sentía que la jornada laboral se quedaba muy corta para tanta cantidad de trabajo y al día siguiente era mi cumpleaños, por lo que no estaba dispuesto a llevármelo a casa. Abandoné la sala acompañado de mi humeante vasito de cartón, caminando lentamente por el pasillo de regreso a mi cubículo; y de repente apareció el boss de un punto muerto y me envistió con una expresión de enfado dibujada en el rostro. Recuero que durante un segundo contemplé el café caliente flotando en el aire, para acabar estampándose contra mi torso, manchándome tanto la camisa como la corbata; noté el intenso calor sobre la piel…
—¡Maldita sea, Dédalo, a ver si miras por donde vas! —me gritó él de malas maneras—. Me has salpicado hasta las gafas —sin añadir nada más se las quitó, cogió el extremo seco de mi corbata y se limpió con ella los cristales, como si fuera un trapo. Por dentro sentí que bullía, noté intensas palpitaciones en las sienes… —Anda, ves a asearte un poco que vas hecho un cerdo; aunque te acabo de hacer un favor con esa corbata, es de lo más feo que he visto en la vida. Y cuando termines de limpiarte quiero que recojas esta mierda. ¡Venga empanado inútil! ¡Ahora!
Varios compañeros presenciaron la escena y nos miraron con los ojos muy abiertos; no obstante allí el boss era el boss, y todos habían sufrido sus maldades, por lo que supongo que nadie quiso meterse en la disputa. Le dediqué a mi jefe una mirada tan significativa que se calló de repente, incluso palideció. Jamás lo había hecho, pero aquel cretino había logrado terminar con toda mi paciencia. En esa ocasión fui yo quien lo apartó de un empujón y hui hacia el servicio a paso apresurado, apretando con fuerza el vasito medio vacío. Una vez dentro me introduje en uno de los retretes y cerré la puerta con pestillo, notando las amargas lágrimas en los ojos. Nunca he sido un hombre llorón, aunque no me da vergüenza admitir que a día de hoy sigo llorando cuando la situación rompe mi coraza; hacerlo es un desahogo tan humano como sentir, como pensar, la naturaleza no introduce cosas por que sí. Respiré con calma unas cuantas veces, mientras dejaba que mis emociones surgieran al exterior en silencio; después me quité la corbata y miré los desperfectos de cerca.
—Hijo de la gran puta —murmuré con la voz tensa. No era una persona violenta, pero en aquella ocasión me dieron auténticas ganas de romperle la cara a puñetazos… “No puedo quedarme sin trabajo” pensé, intentando centrarme. “Eso es lo que él quiere, te está provocando”.
Unos minutos más tarde salí de mi improvisado escondite y dejé la corbata enrollada sobre el mármol, para lavarme un poco la cara e intentar quitar las manchas de la camisa. Miré unos instantes mi reflejo, cayendo en la hinchazón de mis ojos. A continuación comprobé si me había quemado. Por fortuna todo había quedado en un susto, aunque si, parecía un cerdo.
—Ojalá se lleve su merecido —pensé en voz alta, susurrante.
Entonces oí por primera vez una voz familiar, lejana y malévola. “¿Dónde la he oído antes?” me pregunté, ya que me sonaba de algo reciente…
—Pídelo —susurraba ella incesante, dentro de mi ser—. Yo puedo poner a esa escoria en su sitio, solo has de pedírmelo…
De haber sabido lo que realmente sucedería no la habría escuchado, o al menos sigo mintiéndome a mi mismo al respecto. El caso es que en aquel momento mis emociones se hallaban tan desbordadas que pensé, inocente, que todo se debía a mi enfado, como una especie de desahogo psicológico, tal vez a una fuga de mi enturbiado ánimo. Desde luego, el boss se merecía que le pasara algo acorde a su comportamiento abusivo…
“De acuerdo, quiero que le pase algo malo” me dije, cediendo ante varias fantasías tontas, en las que el señor De Felipe se tropezaba y caía al suelo delante de todo el mundo, o se quedaba encerrado durante horas en un ascensor…
—Hecho —dijo la voz, volviendo a esfumarse. Las luces del baño comenzaron a parpadear de manera intermitente y pronto me llegaron sonidos de sorpresa desde el exterior; me asomé al pasillo, descubriendo que lo mismo sucedía en toda la planta, incluso oí a algunos compañeros quejarse por fallos en sus ordenadores.
“Esto es extraño” recuerdo que pensé. Un segundo más tarde vinieron los gritos de alarma y tanto yo como unos cuantos trabajadores corrimos hacia la pequeña sala de las fotocopiadoras. Por lo visto el boss tenía sus secretos; y Ángela, la preciosa, buena y encantadora de Ángela tambén. Ambos mantenían una aventura y habían acudido allí con la intención de un breve escarceo sexual sobre una de esas máquinas aparatosas. Pero aquel día los sorprendió en pleno acto amoroso una subida de tensión…
Al asomarnos bajo el umbral de la puerta fuimos testigos de una desagradable imagen que a día de hoy sigue golpeándome de vez en cuando. Los amantes se habían quedado pegados sobre la fotocopiadora, mientras la electricidad circulaba libremente a través de sus cuerpos unidos. La hebilla del cinturón del boss repiqueteaba desde sus pantalones bajados hasta las rodillas, mientras su cuerpo temblaba de una forma irreal allí de pie, rodeado por dos piernas femeninas calzadas con taconazos negros, que sufrían un terrible estertor. El aire quedó impregnado de un nauseabundo hedor a carne churrascada…
—¡HOSTIA PUTA! —gritó alguien, al mismo tiempo que una de mis compañeras chillaba presa de la histeria…
Yo miré la escena con los ojos muy abiertos, cubriéndome la boca con las manos… sentí unas imperiosas ganas de vomitar… En aquel momento supe que los pobres empleados de Creytok nos habíamos liberado del señor Ambrosio de Felipe para siempre…
Ciudades de tiniebla 2. El extraño anónimo que hay en mi (primera parte) por Ramón Márquez Ruiz se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Me llamo Ramón Márquez Ruiz y soy escritor, diseñador gráfico e ilustrador. Bienvenidos a Novelesco. Si deseas saber más cosas sobre mi, clica abajo. Muchas gracias por leerme ; )
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