LOS DELAWARE
La fortuna de los Delaware fue harto conocida por todo el condado, antes de ser olvidada. El patriarca, Arthur, había sido un importante banquero, muy respetado en los círculos aristocráticos de la sociedad.
En sus buenas épocas, aquel caballero gozó de una esplendorosa vida social. Viudo maduro, gallardo y cortés, de fama severa para con sus tres hijos, solía ganarse los deseos de las mujeres y la admiración de sus esposos.
Y pese a que sobre su mansión reinara una burbuja invisible, que protegiera a sus moradores de filtraciones dañinas, algunos rumores empezaron a circular a la sombra de aquel maravilloso monumento.
Pues la desgracia es un ser oscuro, esquivo. Y funestos acontecimientos no tardaron en caer sobre la conocida familia, levantando oleadas de murmuros pronunciados a medianoche.
La primera aconteció cuando Thomas, el primogénito, feneció en un accidente de caza. Y la segunda, cuando su señor padre contrajo una repentina enfermedad que lo mató pocas semanas después.
Al funeral del banquero acudieron la flor y nata de la sociedad, acompañando en su dolor a los dos hijos restantes, George y Bianca.
Durante el entierro nadie reparó en la joven y hermosa criada, que toda enlutada esperó durante la ceremonia junto al ataúd de su señor. Y de haber sido inteligentes, los asistentes le habrían prestado la atención que merecía, ya que solamente ella se convertiría en la única testigo de los últimos días de los Delaware, antes de que fueran engullidos por el tiempo.
Clea se llamaba la honesta doncella. Y mientras el féretro se hundía, no dejaba de recordar su última conversación con el difunto.
Pues veréis: Un año atrás, la muchacha, que nunca había yacido con varón alguno, empezó a sentir una increíble atracción hacia el banquero. Por lo que cuando éste la sedujo una noche en su despacho, ella se dejó desflorar, ansiosa por sentir el placer de la carne, y dando así el comienzo de un romance secreto.
Los encuentros se sucedieron cada madrugada desde entonces. Fue durante esos instantes de intimidad cuando el señor Delaware comenzó a relatarle las sospechas que recaían sobre sus hijos, y que terminarían por convertirse en la certeza de que habían asesinado a su hermano.
Luego aconteció la enfermedad y el día antes de morir, Clea logró escabullirse en su cuarto amparada bajo las sombras, para despedirse.
“Nunca he podido con ellos” le dijo su amado. “Mis propios vástagos son los causantes de mi muerte. Hay un testamento secreto que te nombra como legítima heredera. Son hienas, se matarán entre sí cuando yo perezca. Tú los dejarás hacer y luego huirás con mi fortuna. Pero te advierto, una maldición azotará a mi estirpe cuando mis asesinos caigan. Un horrible temporal la desvanecerá, junto a la casa…”
Proféticas palabras que se cumplieron a rajatabla unos meses más tarde. Un disparo y vino emponzoñado bastaron. Entonces sopló un viento frío, que acabó convirtiéndose en aterradores tornados que devastaron el condado.
La hermosa y leal Clea se tumbó en el antiguo lecho de su amor, sabedora de que no tendría escapatoria, pues había descubierto que se hallaba encinta. Cerró los ojos mientras las tejas crujían y salían despedidos los postigos de las ventanas, los cristales reventaban…
“Ya vamos, Arthur” susurró, abrazándose el vientre…
Al amanecer, la mansión, sus riquezas y sus inquilinos se habían desvanecido. Luego, el tiempo haría mella en los supervivientes del cataclismo, borrando la huella de la familia por siempre jamás.
Ahora os preguntaréis… ¿Quién soy, que rememoro su tragedia?
Yo soy la muerte. Y nunca olvidaré ni a los Delaware, ni a la enamorada doncella.
Los Delaware por Ramón Márquez Ruiz se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Me llamo Ramón Márquez Ruiz y soy escritor, diseñador gráfico e ilustrador. Bienvenidos a Novelesco. Si deseas saber más cosas sobre mi, clica abajo. Muchas gracias por leerme ; )