CAPÍTULO 2. EL PROFESOR

Carlos Gutiérrez caminaba por el pasillo a paso ligero, con sus zapatos impolutos y brillantes. Mientras el hombre se preguntaba cómo sería el dichoso profesor vio su reflejo en el cristal de una puerta cercana y se detuvo un momento, haciendo un rápido barrido a su aspecto. El pelo… bien, la barba… perfecto. Aquel día había amanecido fresco por lo que llevaba puesta su chaqueta predilecta, una “Battleestar” según su hijo. Al pensar en eso una sonrisa se dibujó en su rostro, relajándolo un poco. En realidad, la marca del abrigo se llamaba “Belstaff”. Pero Battleestar le sonaba de una forma maravillosa, tan maravillosa como la mente de su niño.

Una vez hechas las comprobaciones de rigor el hombre continuó la marcha, admitiendo que se sentía un poco nervioso y enfadado. Esa mañana había mantenido una charla telefónica con su padre y se había enterado de algo que sin duda NO le había mejorado los ánimos del día. Y para colmo, su progenitor sabía ser muy secretitos cuando lo deseaba, por lo que le había costado un gran esfuerzo conseguir que se le fuera soltando la lengua…

—Oh, venga papá. ¿Qué diablos te pasa?

—Nada, Carlitos, no he dormido bien, sólo eso ¿Ya has salido de la reunión con tu editor?

—Sí, papá, ya he salido. Y no me llames Carlitos. ¿Quieres que yo te llame Anselmo?

Su padre se rio al otro lado del teléfono.

—Llámame como quieras, hijo. Tú, en cambio, aunque tengas cuarenta años y las pelotas negras o blancas…

—Joder, papá.

—Vigila esa lengua que tu hijo lo pilla todo al vuelo —le regañó Anselmo-. Entonces ¿Vas tú a buscar al peque, no?

—Sí, no te preocupes. A la tarde me encargo yo, hoy se queda a comer en el colegio. Y es mejor que te relajes en casa y descanses, abuelete.

El hombre volvió a reírse al otro lado de la red.

—¿Cuando regresa Lucía de ese viaje de trabajo?

—No evadas el tema, aún espero respuestas.

Un minuto más tarde, Carlos decidió ser él quien contestara primero.

—Mañana, por la tarde. Carlitos tiene muchas ganas de ver a su madre.

—¿Sólo él?

Carlos esbozó una sonrisa. Acababa de llegar a la puerta del párking y se había apoyado en una pared cercana, esperando que la conversación no se prolongara demasiado. En los garajes no solía haber mucha cobertura, precisamente.

—Nosotros también, papá. Sobre todo yo. Ahora dime la verdad, que te pasa. ¿Desde cuándo uno de los profesores del crío te despierta tanta curiosidad? ¿El niño te ha contado algo que yo debería saber?

—No, no, que va…

—PADRE…

—¡Leches! Siempre me llamas así cuando estás mosqueado conmigo, ¡JODER…!

—Esa lengua, papá. Suelta. ¿He de saber algo sobre el profesor de mi HIJO? —Carlos remarcó la última palabra, enfatizándola un poco.

Varios minutos y giros de conversación más tarde, por fin había surgido el asunto que realmente les interesaba y que había sido el principal motivo de que Carlos, ahora, se hallase en ese pasillo, buscando la clase de su retoño. Había dejado que Carlitos se fuera a regañadientes a un parque cercano con un amiguito y sus padres, por lo que tenía carta blanca para hablar con el educador.

Pasados unos instantes dio con el aula que buscaba y tocó a la puerta. Normalmente era Lucía, su mujer, la que iba a las reuniones de padres, a menos que los demandaran a los dos. Él viajaba bastante por trabajo, aunque llevaba un par de años reduciendo en gran medida el número. Y Lucía era diplomada en psicología, a pesar de que no trabajara de eso. Y también una experta en rebatir cuando no se encontraba de acuerdo con algo. No obstante, Carlos admitía que el hecho de que no se hallara en la ciudad constituía en un giro perfecto del destino; y tanto él como Anselmo había decidido guardarle un secretito. “Menos mal que he venido yo” pensó.

—Adelante —contestó alguien en el interior de la clase.

Al abrir la puerta Carlos se topó con un muchacho, sorprendiéndose de lo joven que le parecía. “Éste acaba de terminar la carrera”.

—Buenas tardes —saludó con tono serio, tendiéndole la mano—. Soy el padre de Carlitos Gutiérrez y estoy buscando a su profesor.

Un deje nervioso traspasó al educador cuando le devolvió el gesto, apretándole suavemente la mano.

—Yo mismo, puede llamarme Juan o Giménez, como quiera. Pase y tome asiento, por favor. Lo estaba esperando.

“Es un buen comienzo” se dijo el hombre. Siempre le habían dado una “buena impresión” las personas que apretaban un poco la mano, denotaba cierto carácter.

Finalmente ambos se sentaron alrededor de un escritorio, frente a la pizarra. Había un libro sobre la mesa, cerca del profesor. Pero ninguno de los dos le prestó atención.

—Bien —Carlos rompió el hielo—. Ya le dije por teléfono que debíamos tratar un asunto respecto a mi hijo.

La cara del chico se tornó roja, de un carmesí muy intenso.

—Si claro, creo que ya sé sobre lo que desea tratar…

—Mire, soy un tipo muy directo —lo interrumpió Carlos—. Por lo que prefiero hablarle sin tapujos. ¿Quién diablos es usted para decirle a mi hijo que es “raro”? Y encima por pintarle el pelo de verde a un monigote sin importancia.

El profesor se cruzó de brazos. Aún seguía colorado.

—Señor Gutiérrez, no es muy común que un niño le pinte el pelo de ese color…

—¿Usted ha visto últimamente cualquiera de los dibujos que hacen por la tele? —Carlos volvió a la carga—. Yo sí, con mi chaval. Y he visto a un sinfín de personajes con cabellos de colorines.

—Claro, por supuesto…

“El pobre no sabe ni qué responder” caviló Carlos. Desde luego, a simple vista el educador no le parecía un mal chico. Primerizo, eso sí. Pero un profesor debía tener cuidado con decir algunas cosas, los niños podían ser muy crueles…

—No sea condescendiente conmigo y dígame en qué diablos pensaba al criticar a un alumno delante de sus compañeros. ¿Es que no le enseñaron un poco de psicología en la facultad? Ahora la mayoría de niños de su clase se ríen de mi hijo. Y yo estoy muy enfadado.

—Lo lamento muchísimo, señor Gutiérrez, no suelen sucederme este tipo de cosas. Ya estoy trabajando en el asunto para solucionar el problema.

—Mire, yo no he estudiado magisterio ni nada por el estilo y no pretendo decirle como ha de hacer su trabajo. Pero sí que soy padre…

—Ya sé lo que es usted —contestó el educador—. Y le puedo asegurar que lo lamento. Dije algo sin pensar y me sabe realmente mal. Tienen toda la razón al enfadarse, yo también lo haría. Puedo pedirle disculpas más veces pero no más claro.

Carlos se sintió mejor. No tenía ganas de mantener una charla forzada, no le sentaban bien. Hablando con franqueza, siempre se podía llegar a un resultado de una forma más rápida. Y la conversación duró cinco minutos más, en los que aprovechó para que le contara cosas de su hijo. Lo sabía todo gracias a Lucía, pero ya que se encontraba allí…

El niño era un hacha leyendo, obviamente marca de la casa. Él le ponía mucho empeño y parecía que a su hijo le gustaba la lectura. Carlitos ya no era tan fiera en matemáticas, pero destacaba en lengua y en manualidades.

“No está nada mal” pensó Carlos satisfecho. Y el profesor no le parecía un capullo. Una vez terminada la reunión, cuando se disponía a abandonar la clase el educador le llamó la atención. Nada más volverse vio que cogía el libro de la mesa.

—Disculpe, señor Gutiérrez. La verdad es que soy un gran admirador, su novela es una de mis favoritas… la recomiendo siempre que puedo, me parece extraño que no se hable más de ella… —se hizo un silencio incómodo—. Casi me da algo cuando me ha llamado personalmente, siempre suele venir su mujer.

“Uno de mis pocos lectores tenía que ser” pensó el hombre. Debía admitir que un halago era un halago. Desde luego, su primera novela de momento no había causado mucha sensación. Y si el chaval no arreglaba el problema, se lo diría a Lucía. Ella si que se encargaría de solucionarlo de raíz…

—Claro, por supuesto, con mucho gusto.

Nada más abandonar el colegio el teléfono de Carlos sonó con insistencia. Él ni se molestó en mirar de quien se trataba y lo descolgó al instante. Sabía perfectamente quien era.

—Hola papá.

—Hola hijo. ¿Ya has ido echarle la bronca al profe?

—Sí, papá. Y he sido firme, con mano dura e inquebrantable —en ese momento Carlos pensó que si le decía a su padre que hasta le había firmado un libro… comenzó a reírse.

—¿Qué pasa, de que te ríes?

—De nada, papá, de nada…

¡DEDICADO A MI PADRE Y A TODOS LOS PADRES DEL MUNDO! MÁS VALE TARDE QUE NUNCA…

¡FELIZ DÍA DEL PADRE!

Licencia Creative Commons
El niño que no entendía convencionalismos 2. El profesor por Ramón Márquez Ruiz se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.

Me llamo Ramón Márquez Ruiz y soy escritor, diseñador gráfico e ilustrador. Bienvenidos a Novelesco. Si deseas saber más cosas sobre mi, clica abajo. Muchas gracias por leerme ; )

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