El viejo y cochambroso orfanato de Svayashchennyy se erguía en la cima de un monte apartado de la pequeña ciudad, convirtiéndose en uno de los parajes más lúgubres de toda la región. El edificio nunca había brillado por su belleza, ni siquiera en los buenos tiempos. Y ahora se hallaba en una situación de aparente degradación y deterioro, provocando una sensación onírica, desolada y extraña en los pocos transeúntes que se atrevían a pasar cerca de sus muros.
La tormenta causaba un efecto desconcertante en la buhardilla y los resplandores del cielo se colaban a través de los cristales; hacía mucho frío y Aleksey tiritaba un poco bajo las mantas que lo cubrían hasta la nariz, mientras el miedo conseguía que su imaginación creara figuras aterradoras en la oscuridad.
De vez en cuando el inmueble se quejaba con golpes extraños, contundentes; desde muy pequeño el niño había aprendido a desconfiar de los sonidos nocturnos, ya que podían ocultar amenazas latentes, tan peligrosas como aterradoras; y sabía que Efrem lo tenía bajo el punto de mira.
“Esta noche iré a verte mientras duermes y te rajaré la cara” le había dicho el chico esa misma mañana, cuando Aleksey intentó que no le robara su tesoro.
Efrem era cinco años mayor que él y un portento en provocar maldades, demostrando lo retorcido y estremecedor que podía resultar un adolecente de quince años. El crío lo había visto torturando a perros en el patio, matando a gatitos y pegando palizas a compañeros de su edad, incluso… no deseaba ni pensar, sólo le importaba sobrevivir intacto a aquella noche; y ni siquiera los espeluznantes cuentos de hadas que los adultos solían contarles para asustarlos y lograr que fueran buenos tenían el poder que aquel maldito muchacho detentaba.
El resto de críos dormían o lo aparentaban y en la habitación de los menores de diez años reinaba un letargo artificioso, roto por los rayos, los relámpagos y los ensordecedores truenos. El niño se hallaba metido en su propia burbuja, manteniéndose despierto y contando los segundos y los minutos, esperando… Sospechaba que tanto Efrem como sus amigos pronto acudirían a su encuentro, y se negaba a que lo cogieran desprevenido. Pero… ¿Qué debía hacer? Sólo era uno de los muchos huérfanos que malvivían en aquel sitio plagado de oscuridad y de pobreza, sin padres, sin familia y sin futuro. “A lo mejor no viene” pensó en un intento de relajar su embotada cabecita, permaneciendo tan inmóvil como una estatua, con la esperanza de que aquello lo salvara… De repente distinguió otro tipo de sonido que alertó todos sus sentidos, parecía algo arrastrándose en el suelo y los gastados tablones crujían mientras avanzaba; hubo un intenso resplandor que mordió las tinieblas de la estancia, el ruido se hacía cada vez más cercano y creyó distinguir una silueta que avanzaba lentamente hacia él, de forma reptante…
El niño se tapó entero, reprimiendo las ganas de llorar. Un extraño gorgoteo llegó a sus oídos, una señal que casi logró detener su pequeño corazón; supo que venía justo de al lado de su cama…
Aleksey contuvo el aliento al notar que alguien tiraba de las mantas, logrando que su cabeza quedara destapada; la buhardilla volvió a inundarse de luz y miró con los ojos muy abiertos, descubriendo a un Efrem malherido y ensangrentado, con la cara contorsionada en una mueca de terror; al crío lo invadió la certeza de que intentaba levantarse del piso…
—Socorro —susurró el chaval, agónico, fuera de si—. Sáaalvameeee…
Un intenso escalofrío invadió al rapaz, que dedicó al chico una desencajada mueca de pavor… De golpe distinguió una respiración enfermiza que le resultó de otro mundo y algo arrastró a Efrem bajo la cama, seguidamente sonaron unos gritos ahogados al compás de unos golpes contundentes que resonaron por toda la habitación, mientras su lecho botaba y crujía… Aleksey sintió que no lo soportaba más y en un acto de valentía saltó al suelo; entonces algo lo agarró del tobillo logrando que cayera de rodillas y por instinto se volvió para comprobar que se trataba del muchacho…
—¡AYÚUUDAMEEEEE, POR FAVOR! —le suplicó.
Hubo otro resplandor y el niño vio como de la oscuridad bajo el somier surgía una mano nervuda, de largos dedos retorcidos que agarraba al zagal fuertemente por el cuello, logrando que lo soltara… seguidamente lo arrastró hasta hacerlo desaparecer y él gritó a pleno pulmón, alejándose hacia una de las camas vecinas; no comprendía como ninguno de sus compañeros se inmutaba y descubrió que no había nadie más, tanto la estancia como los lechos se hallaban vacíos… “En las noches de tormenta ella sale a buscar, y a los nenes malos y a las personas perversas no dudará en cazar; los robará en la quietud de la noche y a su cueva para devorarlos se los llevará” recordó las fábulas que le contaban algunos mayores de vez en cuando. En unos segundos la cama quedó quieta de nuevo y el crío, histérico, se alejó hasta darse cuenta de que en vez de huir en dirección a las escaleras había corrido hacia la pared; se chocó contra ésta, se giró y la habitación se iluminó otra vez, logrando que distinguiera como una inquietante figura gateaba de forma grotesca hacia él. Chilló preso del pánico, temblando de manera descontrolada, parecía una persona mayor cubierta por entero con una capa roja y sucia, de los pies a la cabeza. La visión lo turbó tanto que se cubrió los ojos con las manitas, quedando acurrucado en su callejón sin salida, lloró lo más alto que le permitieron sus diminutas cuerdecitas vocales…
—Shhhhhhhhhhhhh —le llegó el sonido—. No tengas miedo, amor —dijo una extraña voz femenina, antigua, lejana y cercana al mismo tiempo.
Al oírla el crío abrió un poco los dedos, mirando entre las diminutas rendijas. La habitación volvió a irradiarse de luz, mostrándole que la extraña presencia alargaba uno de sus delgados y arrugados brazos hacia él; en la mano sujetaba un ramillete de rosas azules, pequeñas y bonitas…
—¡Mi… mi tesoro! —exclamó el niño con un hilo de voz, al reconocer las flores que Efrem le había robado.
—Toma bonito, cógelas —insistió la figura siniestra.
Aleksey dejó que una de sus manitas quedara flotando en el aire, cerca del regalo, cubriéndose la cara con la otra; no obstante se veía incapaz de acercarla y de controlar los intensos temblores que invadían su desnutrido cuerpo; pese a que aún seguía llorando notaba algo diferente, la presencia no le transmitía una energía agresiva, pese a lo que le había… había sucedido a Efrem…
—Son tu regalo de cumpleaños, precioso —soltó ella, acercándoselas.
Entonces el pequeño recordó algo y se destapó los ojos, mirándola con más interés pese a que seguía respirando de forma entrecortada. Ahora que lo pensaba su voz se asemejaba a la de la lúgubre viejecita que se las había regalado el día anterior; se la había topado en el patio, cubierta por un negro y raído velo de viuda que le llegaba hasta los hombros, pese a que notaba como lo miraba fijamente. Incluso había averiguado que aquel día cumplía diez años, haciendo aparecer las rosas azules en un maravilloso truco de magia… Sin pensar, Aleksey aceptó el ofrecimiento y al cogerlas rozó la piel de sus dedos; su tacto se le antojó tan frío como la nieve que cubría el orfanato en invierno.
—Bien, muy bien —lo felicitó la encapuchada, acariciándole la cara—. Crece niño bonito, crece. Y cuando seas mayor tú la traerás hasta mí.
—¿A… a… a quién?
—Lo sabrás cuando la veas —respondió la presencia—. Ahora márchate, hay alguien fuera con el resto de los niños buenos. Os sacará de aquí… ¡Vete!
No hizo falta que insistiera, el crío echó a correr apretando las flores contra el pecho y descendió veloz las escaleras hasta salir del viejo edificio; en algunos tramos distinguió manchas de aspecto viscoso que resbalaban, y se cruzó con cadáveres tirados por el suelo. En el exterior la tormenta seguía descargando su furia, llovía con mucha intensidad, tanta, que apenas lograba ver lo que había delante.
—¡Por aquí, chaval, por aquí! —le gritó una voz masculina, desde un viejo camión en marcha. Las luces se hallaban encendidas, alumbrando la lluvia como un faro y la puerta del pasajero estaba abierta de par en par. El niño se acercó bajo el aguacero y se asomó, descubriendo a un joven al volante. Nada más verlo éste le dedicó una enigmática mirada, centrándose en las rosas azules.
—¡A que estás esperando criatura, entra de una maldita vez y cierra la puerta! ¡Venga, nos quedamos sin tiempo!
Aleksey obedeció, sentándose en el asiento del copiloto, empapado y tiritando. Después cerró la puerta y miró hacia la parte trasera, descubriendo que por dentro el camión era más grande de lo que aparentaba; varios de sus compañeros lo miraron con los ojos muy abiertos, repartidos entre los dos bancos que quedaban uno frente al otro y por el suelo. Por impulso los contó, dándose cuenta de que sólo había unos quince, un grupo reducido que comprendía varias edades; los de más corta edad lloraban desconsolados mientras los mayores intentaban calmarlos, todos apretujados contra la parte interior ya que no había puertas traseras.
—Perfecto, creo que ya no queda nadie más —oyó que decía el conductor.
—Y… ¿Y el resto? —se atrevió a preguntar el rapaz, volviendo a centrar su atención hacia delante. Recordó que había visto varios cuerpos durante su huída, aunque prefirió no pensar…
—Muertos —respondió el hombre, logrando que el niño sintiera un desagradable escalofrío—. Es una historia muy larga de contar, así que ya habrá más tiempo en otra ocasión.
Su tono de voz sonó tan contundente que el crío prefirió no insistir, aunque de todos modos se veía incapaz de emitir cualquier sonido, enmudecido por la impresión de cuanto acababa de suceder. El camión comenzó a moverse a toda velocidad, serpenteando a través del camino sinuoso que descendía el monte. Y de repente se oyó una explosión; el viejo y feo orfanato de Svayashchennyy estalló en llamas, intensas lenguas de fuego que aumentaban de volumen a pesar del aguacero e iluminaban la oscuridad con una tétrica luz anaranjada. Algunos de los críos contemplaron el espectáculo desde la parte trasera, mientras el inmueble agonizante iba quedando cada vez más lejano.
El pequeño lo obserbó hipnotizado, hasta que perdieron su antiguo hogar de vista. Entonces una chispa de consciencia despertó en su interior.
—Este coche es militar —dijo uno de los chicos mayores.
—¡Muy bien! —exclamó el hombre—. Cierto, es militar. Y también es robado, por lo que no nos interesa que nos cojan.
—¿Dónde vamos? —soltó Aleksey, sin pensar.
—Hacia la costa, aunque aún nos queda un largo trecho que recorrer. Pero en una ciudad vecina nos cambiaremos de auto antes de proseguir la marcha. Luego, todos nos iremos a Inglaterra.
—¿A Inglaterra? —preguntó otro de los chavales.
—En efecto, no os preocupéis, ahora estáis a salvo.
Un rato más tarde la tormenta seguía golpeando aquella región de Rusia. El rapaz dedicó una escrutadora mirada al conductor, pensando que debía de rondar los treinta años, a lo sumo. Y pese a que nunca había viajado fuera de Svayashchennyy distinguía un toque extraño en su acento.
—Eres extranjero —le dijo con un hilo de voz. El hombre lo miró un instante y le dedicó una cálida sonrisa.
—Soy Inglés —respondió, prestando atención de nuevo a la carretera—. Y tú no sabes lo especial que eres, no tienes ni la menor idea. Pero no te preocupes, yo te ayudaré a descubrirlo.
Ciudades de tiniebla. 3. En la oscuridad por Ramón Márquez Ruiz se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Me llamo Ramón Márquez Ruiz y soy escritor, diseñador gráfico e ilustrador. Bienvenidos a Novelesco. Si deseas saber más cosas sobre mi, clica abajo. Muchas gracias por leerme ; )
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