CAPÍTULO 5: LA ABUELITA DE LOS GATOS

CAPÍTULO 5: LA ABUELITA DE LOS GATOS

CAPÍTULO 5. LA ABUELITA DE LOS GATOS

La señora Clotilda miró como Guille dejaba al niño en el sofá, bien tapado con la manta de Spiderman.

—Volveremos en un rato, ¿de acuerdo? —le dijo Anselmo—. Aunque puede que antes venga tu padre, aún no lo sé.

—No pasa nada yayo —lo calmó el crío, con un hilo de voz. Notaba que la mujer lo miraba fijamente, de una forma que lo desconcertaba un poco.

Anselmo besó a su nieto en la cabeza y se despidió de la anciana, antes de marcharse con el muchacho. El señor Julián los acompañó hasta la puerta, dejándolos solos en el salón. Carlitos dedicó una tímida mirada a la mujer, comprobando que sus ojos se hallaban clavados en él, insistentes, logrando que se sintiera como un programa de la tele, uno de esos que daban los sábados por la noche y que su padre criticaba sin cesar.

Bajo la mesa del salón, dos gatos enormes jugaban a darse con las patitas en la cara y de vez en cuando soltaban algún maullido perezoso.

—Hola bonito —dijo la abuela de repente, con una cándida sonrisa—. ¿Cómo te llamas?

Esa vecina siempre le preguntaba lo mismo y nunca se acordaba de nada. Por fortuna el nene sabía un poco sobre la enfermedad que padecía. “Has de ser bueno con la señora Clotilda ”, recordó algo que le había dicho su padre, tiempo atrás. “La pobre tiene una enfermedad que hace que olvide las cosas. Cuando hables con ella ten paciencia y sé educado, ¿de acuerdo? No queremos ser malos con las buenas personas…”

—Carlitos —contestó el crío. Tosió un poquito.

—Ohhh —dijo la abuela— ¿Y estás malito?

—Si.

Se hizo un silencio incómodo, aunque ambos mantuvieron el contacto visual. En ese momento apareció el señor Julián.

—Bueno guapo, ahora te quedarás aquí un rato. ¿Quieres un zumito o algo?

Carlitos se encogió de hombros. Realmente no le apetecía hacer nada ni tomar nada, en sentido literal.

—¿Te pongo la tele? —preguntó el hombre con una sonrisa.

El crío asintió, pensando que a lo mejor, con la tele puesta, la abuela también se distraería.

—Está bien —contestó el vecino, cogiendo el mando y encendiendo el televisor; tras buscar un canal donde dieran dibujos animados se marchó a la cocina.

Y por un rato el silencio quedó roto gracias a la vocecilla de Mikey Mouse, aunque la atenta mirada de la señora Clotilda no se distrajo ni un segundo. El niño se sentía cada vez más incómodo.

—¿Has visto a mis gatos? —le soltó la anciana, esbozando una sonrisa—. Tengo tres.

En ese momento el tercero de los animales apareció en el salón y caminó de forma elegante hacia su ama, para subir de un salto a su regazo. Ese no estaba tan gordo como los otros y al niño le agradó su agilidad.

—Son muy bonitos —contestó Carlitos, con una sonrisita—. ¿Cómo se llaman?

La señora Clotilda arqueó las cejas.

—Pues no lo recuerdo. A todos los llamo Julián, como mi niño. Es un crío tan bueno…

“¿Es un crío tan bueno?” se repitió el nene, mentalmente. El señor Julián era mayor que su padre, hasta tenía un hijo grande, que siempre le hacía muchas bromas y era muy divertido, Guille. “No le digas nada a la yaya” pensó “o dile que sí y ya está”.

—Que bien. Seguro que son buenos.

—Tengo un secreto para que lo sean —susurró la anciana de golpe, acercándose un poco en un gesto de complicidad; lentamente, introdujo la mano derecha en un lateral del sofá y sacó un bote de plástico con un spray, para dejarlo junto a ella.

—¿A que lleva agua? —preguntó el niño, sin borrar la sonrisa.

—¿Cómo lo sabes? —quiso saber la mujer, sorprendida.

—Yo lo utilizo con el monstruo que hay bajo la cama —contestó Carlitos, siguiéndole el juego y bajando la voz.

—¡Ahhhhh! ¿Y cómo te va?

—Muy bien. Ya casi no tengo pesadillas ni nada. Y también tengo otro ataque secreto, por si el primero no funciona.

—¿A si?

—Si.

—¿Cuál?

Carlitos pensó si responder a eso. “Es la señora Clotilda, seguramente lo olvidará”.

—Me tiro un buen pedo, a los monstruos no les gusta el mal olor.

La anciana lo miró en silencio durante unos instantes, para luego estallar en una sonora carcajada. Su risa era jovial y tan contagiosa que el niño acabó riéndose con ella…

¡¡¡Plas!!!

Un ruido rasgó el momento cómico y ambos miraron hacia la mesa del salón. Uno de los gatos había logrado subirse, tirando al suelo un pequeño plato decorativo. La señora Clotilda frunció el ceño y dejó de reírse; agarró el spray y se levantó con una determinación que sorprendió al crío. El animal que antes había estado en su regazo, al ver que echaba mano del bote, se refugió detrás del sofá como alma que lleva el diablo. Y rápidamente, la abuela corrió hacia la mesa para encañonar al animal…

—¡Bicho maaalo! —le gritó, rociándolo sin piedad. El felino intentaba escaquearse pero la mujer seguía mojándolo, hasta que finalmente el gato, completamente empapado, saltó al suelo y huyó hacia el pasillo.

Carlitos miró la escena con la boca muy abierta. “Vaya con la yaya” pensó. “Como para hacerle algo que la moleste”. En ese momento el señor Julián salió de la cocina y se dirigió hacia su madre.

—¿¡Pero qué ha pasado aquí!? —exclamó.

—Uno de los gatos ha tirado eso —respondió el nene.

La mujer miró a su hijo, aparentemente desconcertada.

—¡Uy! ¿Qué hago de pie?

El hombre le dedicó una triste sonrisa y la cogió de la mano.

—Has castigado a un malhechor —le dijo, conduciéndola de nuevo hacia el sofá—. No te preocupes, ya lo recojo yo.

El vecino sentó a la anciana con un cuidado casi reverencial y le quitó el bote de espray, para dejarlo en el suelo, bien cerquita.

—Gracias majo, eres un hombre muy guapo. ¿Conoces a mi Julián?

—Sí, mamá, lo conozco muy bien.

Carlitos miró a su vecino, captando que le brillaban los ojos. Y lo siguió con la mirada mientras él recogía los trozos más grandes con las manos, antes de regresar a la cocina.

Pasaron unos minutos en silencio.

—Hola bonito —la señora Clotilda saludó al niño de nuevo—. ¿Cómo te llamas?

El nene la miró con intensidad. “Ya no se acuerda de nada, que pena” pensó.

—Me llamo Carlitos.

—Es un nombre precioso. ¿Y estás malito?

—Si, ya te lo había dicho antes.

La mujer pareció sorprenderse.

—Oh, perdona cariño —añadió, con un tono cargado de melancolía—. Últimamente no me acuerdo mucho de las cosas…

Entonces el niño descubrió que se encontraba bastante mejor. No hay un remedio más infalible que la distracción, y aquella señora siempre le había gustado, aunque se comportara de maneras extrañas. Apartó su manta de Spiderman y se levantó para ir junto a ella.

—No pasa nada, abuelita —le dijo a continuación, abrazándola—. Puedes estar segura de que pase lo que pase, yo no te voy a olvidar nunca…

Carlitos daba la espalda a entrada de la cocina y no pudo ver como el señor Julián lo contemplaba desde la puerta, con el recogedor y la escoba en las manos. En su rostro se dibujaba una amplia sonrisa, mientras que sus ojos reflejaban pura gratitud hacia las pequeñas cosas de la vida, hacia la bondad de un crío que, según su parecer, aún seguía sin comprender los convencionalismos que los adultos se imponían unos a otros como una cruz. “Yo tampoco te voy a olvidar nunca, mamá”, se dijo para sus adentros. “Estarás conmigo por siempre jamás, pase lo que pase”.

¡DEDICADO A MI MADRE Y A TODAS LAS MADRES DEL MUNDO! MÁS VALE PRONTO QUE NUNCA…

¡FELIZ DÍA DE LA MADRE!

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El niño que no entendía convencionalismos 5. La abuelita de los gatos por Ramón Márquez Ruiz se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.

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CAPÍTULO 4: EL DEDO BRUTAL

CAPÍTULO 4: EL DEDO BRUTAL

CAPÍTULO 4. EL DEDO BRUTAL

Anselmo se miró los dedos de la mano derecha con aprehensión. El corazón parecía enfadado, rojo e hinchado, y el anular tenía un aspecto extraño, ligeramente torcido. Se los había pillado con un cajón de la cocina, al cerrarlo de forma apresurada. “Me he partido alguno de los dos, seguro”, pensó. Carlitos lo miraba en silencio, tumbado en el sofá y tapado con su manta favorita de Spiderman. Aquella mañana el crío había amanecido con fiebre, por lo que sus padres decidieron que se quedara en casa. Y tanto Carlos como Lucía se hallaban en el trabajo, desde hacía un buen rato…

—¿Te duele yayo? —quiso saber el niño.

—No, chavalote, no me duele nada —mintió el abuelo, bufándoselos. “Joder, que dolor. A ver cómo me lo monto ahora”— ¿Quieres que te ponga los dibujos? Tengo que llamar a tu padre un momento…

El niño se encogió de hombros y observó como el yayo encendía la tele; realmente le daba lo mismo, no tenía ganas de nada. Tosió un poquito.

Anselmo se metió en la cocina y con la mano sana sacó su teléfono móvil del bolsillo del pantalón. Miró la pantalla un momento, antes de marcar los números. Todavía no entendía del todo aquel maldito cacharro, aunque debía admitir que, poquito a poco, le iba cogiendo el tranquillo.

—Hola papá —contestó Carlos al segundo toque, desde el otro lado de la red.

—Hola hijo, tengo un problema —soltó Anselmo, abordando el tema directamente—. Creo que me he reventado un dedo de la mano, como mínimo…

—¿Qué dices, papá? ¿Pero cómo…?

—Estaba un poco despistado y me los he pillado al cerrar un cajón…

—Joder, PADRE. ¿Por qué eres tan bestia?

—No me hinches las pelotas, Carlitos… Alguno de los dos ha de volver para quedarse con el niño. Aún sigue con fiebre…

—Es imposible, papá. Lucía tiene reuniones de trabajo para aburrir y yo estoy muy liado… ¿Te duele mucho? ¿No estarás exagerando? Mándame una foto por watsapp.

—¿Por qué coño quieres que te mande una foto por esa cosa? Que te digo que me lo he roto, ¡JODER!

—Esa lengua, papá. ¿No estarás delante del nene?

—Que no, hombre, que no… Estoy en la cocina, solo. De acuerdo, ahora te mando la foto…

Un momento después Anselmo consiguió enviarle a Carlos el dichoso watsapp y esperó a que su hijo le dijera algo. “¿Por qué la juventud es tan desconfiada?” pensó asqueado. Pasados unos instantes sonó el teléfono y lo descolgó al vuelo.

—¡Madre mía, papá! —le dijo Carlos a modo de saludo—. ¿Pero cómo diablos te has hecho eso? El dedo anular tiene un aspecto muy raro… mierda…

—Vigila esa lengua, hijo. Ya te lo he dicho desde el principio, me he roto uno como mínimo. Por no decirte que me duelen a rabiar. He de irme a urgencias, pero no voy sacar al crío de casa. Vais a tener que joderos alguno de los dos. ¿O quieres que deje solo al niño?

—No me vengas con esas, papá. ¿Piensas que no me preocupo por ti, o por mi propio hijo? Hagamos una cosa. Ves a ver a los vecinos y si Julián y Guillermo están en casa, deja a Carlitos allí y pídele a Guille que te lleve al hospital.

—¡Pero como! ¡Si ese crío no tiene el carnet!

—Guille cumplió los diecinueve la semana pasada. Y ya tiene el carnet desde hace un año.

—Pues no lo sabía…

—No te enteras de nada, papá. Pídele que te acerque. Estará en casa seguro, ayer me dijo que le habían dado vacaciones indefinidas, vamos, que al pobre chaval lo han despedido del trabajo.

“Vaya” pensó Anselmo. Los dedos le dolían demasiado como para esperar mucho.

—Yo iré al hospital en cuanto pueda, te lo prometo, aunque dos horas más en el trabajo no me las quita nadie. En una situación normal me iría ahora mismo, pero hoy vamos muy liados…

El abuelo lo sabía y lo comprendía; el vecino era la mejor opción por el momento.

—Llámame si Guille no puede llevarte y ya me las arreglaré, ¿de acuerdo? —dijo Carlos, antes de colgar. Se sentía culpable por no irse con su padre y con su hijo.

Anselmo se despidió resignado y se fue un momento a casa de los vecinos. Gracias a Dios, las puertas de los pisos se hallaban muy cerca la una de la otra. Y sabía que Carlitos no se movería del sofá; el pobrecito tenía una carita…

Al poco de tocar al timbre la puerta se abrió y apareció Guillermo. Sorprendido de su rapidez, el abuelo contempló al chaval, con las cejas arqueadas.

—Hola Anselmo —lo saludó el chico—. Iba a ir a verte ahora mismo, Carlos acaba de llamar a mi padre.

—Vaya —dijo el hombre, sorprendiéndose. En ocasiones seguía despertándole punzadas de nostalgia el ver lo apañado que era su hijo. Hacía unos cuantos años no levantaba unos palmos del suelo… “Mi chavalote” pensó.

—¿Tu padre se quedará en casa con tu abuela?

—Sí, no se preocupe. Vamos a por el niño y nos marchamos. ¿A ver esos dedos?

Anselmo notó la curiosidad en su tono de voz. “Cómo es la juventud”. De no haber padecido tanto dolor hasta le hubiera sonreído. Levantó la mano y el chaval dedicó una intensa mirada a su extremidad mal herida. Los dedos se habían puesto más hinchados y morados, el anular en especial.

—Ese dedo es brutaaal —soltó Guille, desde la más profunda sinceridad.

“Que cachondo el niño”, se dijo el hombre. Él lo hubiera llamado de otra manera, por lo que era en realidad; una soberana putada. Pero brutal sonaba más fino y moderno…

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El niño que no entendía convencionalismos 4. El dedo brutal por Ramón Márquez Ruiz se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.

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CAPÍTULO 3: EL MONSTRUO BAJO LA CAMA

CAPÍTULO 3: EL MONSTRUO BAJO LA CAMA

CAPÍTULO 3. EL MONSTRUO BAJO LA CAMA

Carlos se acercó a Lucía, bajo el edredón. Al contacto de sus pies helados la mujer pegó un bote.

—¡¡¡UF!!! ¡No me toques con los pinreles, los tienes congelados!

El hombre se rio; seguidamente la abrazó por la espalda y le olfateó el cabello, deleitándose con el dulce aroma de su perfume.

—No seas quejica, te echaba mucho de menos.

Ella sonrió, sabiendo que su marido no la veía. Lucía también los había añorado a todos. Esas dos semanas se le habían hecho cuesta arriba, aunque no se hallaba dispuesta a decírselo a nadie. “Menos mal que ya estoy en casa, junto a mis tres fieras” pensó aliviada.

—Ahora no, cariño. Tengo mucho sueño, el viaje ha sido agotador.

Él la besó en el cuello y le acarició los senos bajo el camisón. Tanto el niño como el abuelo ya dormían desde hacía rato, era el momento perfecto…

—Venga nena —le susurró—. Tengo ganas de ti…

En ese momento un grito infantil rasgó el “intento de romanticismo” de la situación.

—¿El niño sigue teniendo esa pesadilla, verdad? —preguntó Lucía, apartándose de su marido para darse la vuelta y mirarlo a la cara.

Carlos asintió con la cabeza.

—¡PAPÁAAA!

Entonces la mujer frunció el ceño.

—¡Oye! —exclamó picajosa— ¿Desde cuándo el nene te llama a ti primero?

El hombre se rio y le pellizcó suavemente la punta de la nariz.

—No me culpes, ¿quieres? Nos ha salido práctico, en eso se parece a ti. Te llamó los primeros días, pero como no estabas comenzó a llamarnos a nosotros. Sobre todo al yayo.

—Pobre Anselmo —dijo la mujer, soltando una risita. “Bueno, no hay mal que por bien no venga”, pensó. Se sentía tan cansada que no le apetecía, para nada, salir de la cama…

—Anda, ya voy yo —se ofreció Carlos. Lucía le hizo cosquillas en la tripita que se veía entre la camisa abierta del pijama y contempló en silencio como se levantaba. “¿Está más gordito o me lo parece?” pensó, al notarle el cambio de anchura, no demasiado pronunciado. “Bah, no me importa; sigue siendo un hombre maravilloso” se dijo después.

—Bueno —añadió con un tono zalamero, mientras él se cubría con la bata y se calzaba las zapatillas—, como te estás portando tan bien a lo mejor te doy un premio cuando regreses…

—Descuida cariño. Puedes estar segura de que lo reclamaré —soltó el hombre, volviéndose para guiñarle un ojo.

Al llegar a la habitación del niño, Carlos se dio cuenta de que la luz ya se hallaba encendida. Encontró al crío incorporado en la cama, jadeante y con los ojos muy abiertos. “Ha tenido una pesadilla de las malas, el pobrecillo” pensó.

—¡Papá, hay un monstruo debajo de mi cama! —le dijo Carlitos nada más verlo.

—No pasa nada, campeón —le contestó su padre, sentándose en un lado del colchón—. Ha sido una pesadilla, sólo eso.

—Pues mira para asegurarnos…

Carlos le acarició el cabello y se rio. “¿Yo también obligaba a mi padre a hacer esas cosas?”.

—Está bien, chavalote; miraré para que te vuelvas a dormir, como los niños buenos.

Y rápidamente se agachó, haciendo un gesto exagerado y teatral; una bonita sonrisita se perfiló en los labios de Carlitos, mientras su padre levantaba el edredón y echaba un vistazo. “Que puñeteras son las pesadillas” se dijo. Lucía lo esperaba en la cama, tan calentita…

—No hay nada, Carlitos —“Qué puedo hacer…” Entonces Carlos recordó un detalle de su infancia que le pareció muy divertido y le venía que ni pintado…— Espera un momento, cariño, ahora vuelvo —le dijo al crío, antes de salir apresurado de la habitación.

Pasados un par de minutos el hombre regresó con un bote de espray lleno de agua.

—¿Qué es eso, papá? —quiso saber el niño.

—Un remedio que el abuelo me enseñó hace ya muchísimo tiempo. ¿Sabías que los monstruos le tienen miedo al agua?

El crío negó con un gesto de cabeza.

—¿De verdad?

—De verdad de la buena. Voy a dejar esto en la mesita y si vuelves a despertarte, metes un poco el bote y rocías al monstruo sin piedad. Ya verás cómo se va.

—¡Anda! —exclamó Carlitos—. La vecina también hace eso con los gatos que se portan mal.

Carlos la recordó; era cierto, no lo había pensado. Aunque la anciana no estaba muy fina, la pobrecita. El alzheimer era una enfermedad que siempre le parecería una tremenda hija de la gran…

—Y si rocío al monstruo, ¿qué le pasará? —quiso saber el crío.

Su padre lo miró con una sonrisa en los ojos.

—Nada, chavalote. Sólo se esfumará, hará ¡¡¡PLOFFF!!! y adiós bicho. ¿Lo probamos?

Carlitos lo meditó unos instantes y asintió. Le quitó el bote de las manos y lo colocó en la mesita, bien a su alcance. Luego se tumbó y cerró los ojos, dejando que Carlos lo arropara y le diera un beso en la frente.

El hombre se disponía a salir de la habitación cuando su hijo lo llamó de nuevo, y se volvió para mirarlo.

—¿Y si el agua no funciona? —preguntó el nene, con la voz tensa.

Carlos pensó algo rápidamente. “Lucía, Lucia…”

—Si el agua no funciona haz fuerza y tírate el pedo más grande que puedas. Eso lo hará seguro, a los monstruos no les gusta —soltó Carlos. “Anda, vaya chorrada le acabo de decir…” se dijo después—. Pero eso solo funciona en la cama, ¿eh?

El niño soltó una risita y cerró los ojos. La luz se apagó y Carlos regresó junto a su mujer, aguantándose la risa. “Mierda, espero que ahora el crío no vaya peyéndose por ahí…”

—¿Carlitos está bien? —quiso saber Lucía, mientras su marido se quitaba la bata y se metía en la cama; lo abrazó bajo el edredón, pegándose a él para notar su calorcillo corporal. Desde luego, se había portado como todo un caballero…

Carlos notó como ella bajaba la mano a través de su ombligo.

—Todo bien, ya te lo contaré mañana… —y la besó en los labios, mientras apagaba las luces…

El niño volvió a despertarse un rato después, por culpa de otra pesadilla. Encendió la luz y miró el bote con los ojos entornados. “Bueno, si no funciona nada de lo que ha dicho papá lo llamaré otra vez”, pensó. Con mucho cuidado introdujo el spray bajo el somier y lo roció todo sin piedad. “Ya está, se habrá ido”. Apagó la luz un poco más tranquilo y cerró los ojos de nuevo. “Pero a lo mejor no ha ido bien y sigue por aquí…” se dijo después. Entonces hizo fuerza con la barriguita y un sonido estridente rasgó la quietud del silencio nocturno.

—Que peste —susurró el nene, tapándose la nariz.

Aunque tal y como había dicho su padre, Carlitos era un crío práctico; ventiló un poco el ambiente con el edredón y cerró los ojos. Sí, nunca estaba de más tomar precauciones para que las cosas salieran bien. Ya no apestaba tanto y ahora el monstruo se había marchado seguro…

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CAPÍTULO 2: EL PROFESOR

CAPÍTULO 2: EL PROFESOR

CAPÍTULO 2. EL PROFESOR

Carlos Gutiérrez caminaba por el pasillo a paso ligero, con sus zapatos impolutos y brillantes. Mientras el hombre se preguntaba cómo sería el dichoso profesor vio su reflejo en el cristal de una puerta cercana y se detuvo un momento, haciendo un rápido barrido a su aspecto. El pelo… bien, la barba… perfecto. Aquel día había amanecido fresco por lo que llevaba puesta su chaqueta predilecta, una “Battleestar” según su hijo. Al pensar en eso una sonrisa se dibujó en su rostro, relajándolo un poco. En realidad, la marca del abrigo se llamaba “Belstaff”. Pero Battleestar le sonaba de una forma maravillosa, tan maravillosa como la mente de su niño.

Una vez hechas las comprobaciones de rigor el hombre continuó la marcha, admitiendo que se sentía un poco nervioso y enfadado. Esa mañana había mantenido una charla telefónica con su padre y se había enterado de algo que sin duda NO le había mejorado los ánimos del día. Y para colmo, su progenitor sabía ser muy secretitos cuando lo deseaba, por lo que le había costado un gran esfuerzo conseguir que se le fuera soltando la lengua…

—Oh, venga papá. ¿Qué diablos te pasa?

—Nada, Carlitos, no he dormido bien, sólo eso ¿Ya has salido de la reunión con tu editor?

—Sí, papá, ya he salido. Y no me llames Carlitos. ¿Quieres que yo te llame Anselmo?

Su padre se rio al otro lado del teléfono.

—Llámame como quieras, hijo. Tú, en cambio, aunque tengas cuarenta años y las pelotas negras o blancas…

—Joder, papá.

—Vigila esa lengua que tu hijo lo pilla todo al vuelo —le regañó Anselmo-. Entonces ¿Vas tú a buscar al peque, no?

—Sí, no te preocupes. A la tarde me encargo yo, hoy se queda a comer en el colegio. Y es mejor que te relajes en casa y descanses, abuelete.

El hombre volvió a reírse al otro lado de la red.

—¿Cuando regresa Lucía de ese viaje de trabajo?

—No evadas el tema, aún espero respuestas.

Un minuto más tarde, Carlos decidió ser él quien contestara primero.

—Mañana, por la tarde. Carlitos tiene muchas ganas de ver a su madre.

—¿Sólo él?

Carlos esbozó una sonrisa. Acababa de llegar a la puerta del párking y se había apoyado en una pared cercana, esperando que la conversación no se prolongara demasiado. En los garajes no solía haber mucha cobertura, precisamente.

—Nosotros también, papá. Sobre todo yo. Ahora dime la verdad, que te pasa. ¿Desde cuándo uno de los profesores del crío te despierta tanta curiosidad? ¿El niño te ha contado algo que yo debería saber?

—No, no, que va…

—PADRE…

—¡Leches! Siempre me llamas así cuando estás mosqueado conmigo, ¡JODER…!

—Esa lengua, papá. Suelta. ¿He de saber algo sobre el profesor de mi HIJO? —Carlos remarcó la última palabra, enfatizándola un poco.

Varios minutos y giros de conversación más tarde, por fin había surgido el asunto que realmente les interesaba y que había sido el principal motivo de que Carlos, ahora, se hallase en ese pasillo, buscando la clase de su retoño. Había dejado que Carlitos se fuera a regañadientes a un parque cercano con un amiguito y sus padres, por lo que tenía carta blanca para hablar con el educador.

Pasados unos instantes dio con el aula que buscaba y tocó a la puerta. Normalmente era Lucía, su mujer, la que iba a las reuniones de padres, a menos que los demandaran a los dos. Él viajaba bastante por trabajo, aunque llevaba un par de años reduciendo en gran medida el número. Y Lucía era diplomada en psicología, a pesar de que no trabajara de eso. Y también una experta en rebatir cuando no se encontraba de acuerdo con algo. No obstante, Carlos admitía que el hecho de que no se hallara en la ciudad constituía en un giro perfecto del destino; y tanto él como Anselmo había decidido guardarle un secretito. “Menos mal que he venido yo” pensó.

—Adelante —contestó alguien en el interior de la clase.

Al abrir la puerta Carlos se topó con un muchacho, sorprendiéndose de lo joven que le parecía. “Éste acaba de terminar la carrera”.

—Buenas tardes —saludó con tono serio, tendiéndole la mano—. Soy el padre de Carlitos Gutiérrez y estoy buscando a su profesor.

Un deje nervioso traspasó al educador cuando le devolvió el gesto, apretándole suavemente la mano.

—Yo mismo, puede llamarme Juan o Giménez, como quiera. Pase y tome asiento, por favor. Lo estaba esperando.

“Es un buen comienzo” se dijo el hombre. Siempre le habían dado una “buena impresión” las personas que apretaban un poco la mano, denotaba cierto carácter.

Finalmente ambos se sentaron alrededor de un escritorio, frente a la pizarra. Había un libro sobre la mesa, cerca del profesor. Pero ninguno de los dos le prestó atención.

—Bien —Carlos rompió el hielo—. Ya le dije por teléfono que debíamos tratar un asunto respecto a mi hijo.

La cara del chico se tornó roja, de un carmesí muy intenso.

—Si claro, creo que ya sé sobre lo que desea tratar…

—Mire, soy un tipo muy directo —lo interrumpió Carlos—. Por lo que prefiero hablarle sin tapujos. ¿Quién diablos es usted para decirle a mi hijo que es “raro”? Y encima por pintarle el pelo de verde a un monigote sin importancia.

El profesor se cruzó de brazos. Aún seguía colorado.

—Señor Gutiérrez, no es muy común que un niño le pinte el pelo de ese color…

—¿Usted ha visto últimamente cualquiera de los dibujos que hacen por la tele? —Carlos volvió a la carga—. Yo sí, con mi chaval. Y he visto a un sinfín de personajes con cabellos de colorines.

—Claro, por supuesto…

“El pobre no sabe ni qué responder” caviló Carlos. Desde luego, a simple vista el educador no le parecía un mal chico. Primerizo, eso sí. Pero un profesor debía tener cuidado con decir algunas cosas, los niños podían ser muy crueles…

—No sea condescendiente conmigo y dígame en qué diablos pensaba al criticar a un alumno delante de sus compañeros. ¿Es que no le enseñaron un poco de psicología en la facultad? Ahora la mayoría de niños de su clase se ríen de mi hijo. Y yo estoy muy enfadado.

—Lo lamento muchísimo, señor Gutiérrez, no suelen sucederme este tipo de cosas. Ya estoy trabajando en el asunto para solucionar el problema.

—Mire, yo no he estudiado magisterio ni nada por el estilo y no pretendo decirle como ha de hacer su trabajo. Pero sí que soy padre…

—Ya sé lo que es usted —contestó el educador—. Y le puedo asegurar que lo lamento. Dije algo sin pensar y me sabe realmente mal. Tienen toda la razón al enfadarse, yo también lo haría. Puedo pedirle disculpas más veces pero no más claro.

Carlos se sintió mejor. No tenía ganas de mantener una charla forzada, no le sentaban bien. Hablando con franqueza, siempre se podía llegar a un resultado de una forma más rápida. Y la conversación duró cinco minutos más, en los que aprovechó para que le contara cosas de su hijo. Lo sabía todo gracias a Lucía, pero ya que se encontraba allí…

El niño era un hacha leyendo, obviamente marca de la casa. Él le ponía mucho empeño y parecía que a su hijo le gustaba la lectura. Carlitos ya no era tan fiera en matemáticas, pero destacaba en lengua y en manualidades.

“No está nada mal” pensó Carlos satisfecho. Y el profesor no le parecía un capullo. Una vez terminada la reunión, cuando se disponía a abandonar la clase el educador le llamó la atención. Nada más volverse vio que cogía el libro de la mesa.

—Disculpe, señor Gutiérrez. La verdad es que soy un gran admirador, su novela es una de mis favoritas… la recomiendo siempre que puedo, me parece extraño que no se hable más de ella… —se hizo un silencio incómodo—. Casi me da algo cuando me ha llamado personalmente, siempre suele venir su mujer.

“Uno de mis pocos lectores tenía que ser” pensó el hombre. Debía admitir que un halago era un halago. Desde luego, su primera novela de momento no había causado mucha sensación. Y si el chaval no arreglaba el problema, se lo diría a Lucía. Ella si que se encargaría de solucionarlo de raíz…

—Claro, por supuesto, con mucho gusto.

Nada más abandonar el colegio el teléfono de Carlos sonó con insistencia. Él ni se molestó en mirar de quien se trataba y lo descolgó al instante. Sabía perfectamente quien era.

—Hola papá.

—Hola hijo. ¿Ya has ido echarle la bronca al profe?

—Sí, papá. Y he sido firme, con mano dura e inquebrantable —en ese momento Carlos pensó que si le decía a su padre que hasta le había firmado un libro… comenzó a reírse.

—¿Qué pasa, de que te ríes?

—De nada, papá, de nada…

¡DEDICADO A MI PADRE Y A TODOS LOS PADRES DEL MUNDO! MÁS VALE TARDE QUE NUNCA…

¡FELIZ DÍA DEL PADRE!

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El niño que no entendía convencionalismos 2. El profesor por Ramón Márquez Ruiz se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.

Me llamo Ramón Márquez Ruiz y soy escritor, diseñador gráfico e ilustrador. Bienvenidos a Novelesco. Si deseas saber más cosas sobre mi, clica abajo. Muchas gracias por leerme ; )

EL NIÑO QUE NO ENTENDÍA CONVENCIONALISMOS

EL NIÑO QUE NO ENTENDÍA CONVENCIONALISMOS

CAPÍTULO 1. EL TEO DEL PELO VERDE

—¿Por qué deseas ser como los demás, cuando puedes ser tú mismo?

El niño miró a su abuelo a los ojos. Éstos siempre le sonreían con un cariño infinito, repleto de la sabiduría que sólo se adquiría con el devenir de la vida, la madurez.

—Porque ser diferente duele —respondió Carlitos—. Los niños me tratan de otra manera, no como a los demás. En mi clase dicen que soy “el raro”.

Anselmo suspiró. Él no conocía mucho mundo, apenas había salido de la gran ciudad. Pero los años y las experiencias le habían enseñado a ver la pureza de las cosas.

—¿Y por qué te dicen eso? —preguntó, interesado.

Carlitos lo miró a los ojos y una expresión indecisa cruzó su semblante.

—Porque… —comenzó a explicarse—. Porque el otro día teníamos que colorear un dibujo de Teo y yo le pinté el pelo verde.

El abuelo reprimió una sonrisa. “Le pintó el pelo de verde, que cachondo”.

—¿Y por qué lo pintaste de ese color?

—¿Por qué no? —soltó el pequeño—. Lo he visto en los dibujos de la tele, algunas veces salen personajes con pelos de colores.

Al oír eso Anselmo esbozó otra sonrisa. Era muy cierto, él también había visto esos dibujos con su nieto. ¿Y qué más daba?

—¿Sólo por eso te llaman “el raro”?

Otra expresión distinta traspasó la cara del niño. El abuelo supo al instante que había algo más.

—Pues… no… —respondió Carlitos.

—¿Entonces? No tengas miedo, sabes que al yayo le puedes contar lo que quieras.

El crío le dedicó una intensa mirada.

—¿Se lo dirás a papá y a mamá?

—Sólo si tú quieres.

—¿Y si yo no quiero?

De haber sido más joven, Anselmo se hubiera postrado de rodillas. Pero sus piernas ya no eran como antes, ni tampoco la espalda, ni…

—Lo prometo —se decidió a responderle, apoyando las palabras con un rápido gesto de los dedos sobre la boca, como si cerrara una cremallera.

—Uno de los profesores me interrumpió cuando terminaba el dibujo y me lo quitó, diciéndome que las personas normales no tenían el pelo verde.

—Eso es cierto, no es común. Pero… ¿te quitó el dibujo?

Carlitos asintió con un rápido movimiento de cabeza.

—Luego me dio otro y me dijo que lo pintara “NORMAL”. Y un rato más tarde lo escuché hablar con otra profe, y le dijo que yo ya la estaba liando otra vez y que era un niño raro.

—Vaya con tu maestro —añadió el abuelo, fingiendo serenidad. Desde luego, en esa historia había algo que no le parecía “NORMAL”. El profesor— ¿Y ya está?

—No —respondió el pequeño—. No fui el único que lo escuchó. Unos cuantos niños más lo oyeron y ahora me dicen “el raro” todo el rato.

—Vaya —soltó Anselmo. “Desde luego que a ese profesor le falta psicología»— ¿Y el profe no hace nada?

—Les mete bronca, pero no puede enterarse de todo, es una persona. Y yo no soy un chivato.

El abuelo se rio con ganas, aunque por dentro sentía un poco de rabia. Seguidamente, pensó dos cosas:

La primera: Si su nuera se enteraba de eso, ya podía prepararse el profe.

La segunda: Jamás dejaría de sorprenderlo la estupidez del mundo moderno. Tanta tontería por pintar verde el pelo de un monigote infantil.

Anselmo pensó muy bien lo que deseaba transmitirle a su nieto y respiró fuerte antes de hablar.

—Escúchame bien —le dijo a Carlitos, con cuidado de que su voz sonara profunda—. Todas las personas tenemos una luz interior. En ocasiones brilla como un faro, atrae a los demás como sucede con los barcos perdidos en las tormentas. Pero al mismo tiempo algunas luces son incapaces de ver ese destello en los demás.

Carlitos esbozó una mueca.

—¿Yo también tengo una luz de esas?

—Pues claro que sí. La luz más brillante que mis ojos hayan visto jamás, y mira que soy un tipo muy viejo. Ahora es cuando te doy un consejo. No malgastes energía en personas que no ven las cosas buenas que hay en ti. Puede que tardes un tiempo, pero encontrarás a gente que brille tanto como tú. Palabra de abuelo.

La mueca del niño se transformó en una bonita sonrisa.

—Y otra cosa —añadió el hombre. En ocasiones sentía una comunicación bestial con el niño y olvidaba eso, precisamente, que hablaba con un crío— pasa de los de tu clase, de todos. Son unos Cilipollas —la emoción del momento consiguió que se le escapara un pequeño taco. “¡Mierda!” pensó “Bueno, menos mal que lo he dicho con C…”

Carlitos estalló en una sonora carcajada.

—Abuelo —le dijo, cuando pudo parar de reír—. Eres el hombre más listo del mundo, después de papá. Pero Gilipollas, se escribe con G.

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El niño que no entendía convencionalismos 1. El Teo del pelo verde por Ramón Márquez Ruiz se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.

Me llamo Ramón Márquez Ruiz y soy escritor, diseñador gráfico e ilustrador. Bienvenidos a Novelesco. Si deseas saber más cosas sobre mi, clica abajo. Muchas gracias por leerme ; )

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