Nueva Inglaterra, 31 de Octubre de 1697
La luna resplandecía en el horizonte. Una atmósfera densa y pegajosa, impropia de la época del año, se cernía sobre Wesboroth desde hacía días y casi todos los hogares permanecían con las ventanas abiertas, esperando ansiosos a que se colara en el interior de las casas una refrescante brisa nocturna.
La quietud era desconcertante, invadía la población desde los límites del bosque y se extendía a través de los campos de calabazas, maíz y centeno. En las calles desérticas no había ni un alma, ni siquiera se escuchaba el zumbido de las moscas revoloteando alrededor de las heces de los animales. Todo era silencio.
Shirley dormía junto a su hermano pequeño. Se había propuesto permanecer despierta hasta que llegara padre, pero la temperatura sofocante y las altas horas de la noche no habían jugado a su favor.
La joven se removió inquieta, torturada por una terrible pesadilla. En ésta volvía a presenciar desde su escondite como la señora Felding ardía. La veía gritar, la escuchaba toser, aullar en una agonía atroz mientras las llamas devoraban su cuerpo. Entonces las palabras del reverendo Matews invadían el sueño, contundentes, escupidas con un odio visceral que ella no alcanzaba a comprender.
“—Dios condenó a la mujer con dolor como castigo por le pecado original —predicaba éste, frente a la pira— ¡Y contradecir su voluntad es blasfemo! ¡Que la bruja arda en el infierno!”
La muchacha despertó sobresaltada y miró a su alrededor. Aún quedaban un par de velas encendidas en la pequeña habitación, algo que le insufló un alivio momentáneo. Ya había pasado varios meses desde la ejecución de la comadrona del pueblo y todavía notaba un profundo malestar cuando pensaba en ello. A sus quince años sabía que aquel recuerdo jamás la abandonaría. Además, no podía olvidar los sucesos de la ciudad vecina de Salem, acontecidos unos años antes. Tenía la sensación de que volvería a repetirse aquel terror, padre siempre se lo había advertido. Y por desgracia, parecía no faltarle la razón.
El pequeño Will se movió a su lado y Shirley dejó de comerse la cabeza. Tras contemplarlo con ternura le apartó un mechón de cabello dorado de la cara. Ambos se parecían físicamente a madre en casi todo, o al menos a la mujer que fue antes de que la enfermedad la consumiera. Hasta habían heredado de ella el bonito color verdoso de los ojos.
El niño se movió otra vez y la joven le besó en la frente. Entonces se oyó la puerta y supo que su progenitor había llegado al fin. Tras volver a ponerse la toca, cogió el candil y bajo la escalera. Cuando llegó al piso de abajo se topó con una escena desconcertante. Su padre había atrancado la puerta principal con los pestillos de hierro y corría de un lado a otro cerrando todas las ventanas, con los postigos incluidos. Le faltaba el sombrero y tenía el jubón rasgado en algunos lados.
—¿Qué sucede? —preguntó extrañada.
Al oírla el hombre se volvió para mirarla. La expresión de su rostro resultaba aterradora, cenicienta. Sus ojos resplandecían con el brillo del miedo absoluto, dándole un aire de loco perturbado.
—¡Shirley aprisa! ¡Ves a por tu hermano y atranca las ventanas de arriba! ¡Ahora!
La muchacha percibió la urgencia y obedeció. Mientras subía las escaleras intentando no pisarse la falda del vestido, comenzaron a golpear la casa desde el exterior. Primero la puerta, luego alguna de las paredes. El susto fue tan mayúsculo que tuvo que detenerse, conteniendo el aliento. Entonces el techo crujió. Varias tejas se desprendieron y cayeron al suelo, estallando. Ella miró arriba y tragó saliva antes de emprender la marcha otra vez.
Cuando llegó a la estancia, ésta se hallaba en la más absoluta oscuridad. Y la cama donde había dejado al pequeño, vacía.
—¡Will! —llamó a su hermano, nerviosa. Miró de reojo una de las ventanas y se dirigió a ella con presteza.
Dejó el candil en una mesita cercana y primero cerró los postigos con el pasador, sin mirar afuera. Cuando hubo terminado fue a por la otra. Ya se hallaba cerca cuando alumbró al niño de golpe, dándose un buen susto.
—¡Oh Dios! —soltó la joven—. ¡Me has asustado!
El niño se restregó los ojos con los puños y bostezó.
—¡He soñado con madre! —exclamó.
La joven no tenía tiempo para tonterías. El techo sobre sus cabezas volvió a crujir.
—Cariño, necesito que me aguantes esto, tenemos que irnos con padre ahora.
Will aceptó el candil en silencio y Shirley se dirigió a la ventana, alumbrada por la frágil llama de la vela. Hubo otro crujido y tuvo un mal presentimiento. Se disponía a cerrar los postigos cuando empezaron los susurros, primero tan flojos que apenas eran perceptibles. Y dio comienzo el caos.
Sorprendida y asustada al mismo tiempo, la muchacha miró a la calle. Se oían gritos aterradores por todo el pueblo, provenientes del interior de las casas. El vecino de en frente salió despedido por su ventana, reventándola y cayendo a plomo sobre la arena. No iba solo. Una extraña figura brumosa y oscura le destrozaba el torso con unas garras de pesadilla, sacándole las entrañas.
—¡DIOS MÍO! —chilló la joven. La criatura pareció oírla porque la miró, con dos ojos rojos que resplandecieron en la oscuridad.
Entonces Shirley se apresuró a cerrar la suya y de repente una de aquellas cosas cayó del tejado al alféizar. Ambos se miraron a los ojos un segundo, antes de que el monstruo la agarrara de la mano y la mordiera en el dorso. Ella intentó soltarse, golpeándola con el otro puño, aulló de dolor y de terror. El niño se acercó gritando y le tiró el candil, dándole a en la cabeza. La luz de la vela pareció molestarle, porque liberó a su presa. Y todo sucedió muy deprisa. Padre llegó con una antorcha encendida y atizó al monstruo, furioso, hasta que cayó al vacío. Apartó a su hija con cuidado y cerró la ventana.
El fin de Wesboroth había llegado.
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La maldición se ha cernido sobre esos pobres habitantes de Wesboroth. Parece que es el principio del fin. Lo has narrado dándole ese toque de terror antiguo, con brujas, demonios y seres diabólicos, todo ello tan antiguo como la humanidad. Lo he disfrutado de principio a fin.
Un abrazo.
¡Muchas gracias por comentar, Josep Mª! Me alegro de que te haya gustado. Por muchas viguerías modernas que tengamos, a un buen Halloween no le pueden faltar relatos basados en los terrores clásicos. Espero que la segunda parte te guste tanto como la primera. ¡Un fuerte abrazo! ; )
Muy buen relato, Ramón.
A parte de que se te da muy, pero que muy bien escribir terror. Tus historias y personajes transmiten al lector su grado de ansiedad, malestar o incomprensión. Haces que se disfrute mucho, y que una (ósea, yo) espere con ganas esa segunda parte de la que no sé que me da: no podemos augurar nada bueno, ; )
Genial.
Un abrazo, fuerte.
¡Muchas gracias por comentar Irene! Me alegro de que te haya gustado el relato. La verdad es que el terror es un género que me gusta mucho aunque también disfruto mezclando cosas a lo pócima de brujo —comparación que viene a cuento en estas fechas—. Puede que algún mejunje me explote en la cara, pero de otros pueden salir cosas muy chulas. Como me vais conociendo, jeje, ya sabéis que en el Wesboroth puede pasar de todo. ¡Un fuerte abrazo!
Genial Ramón, un relato muy trabajado y con ese toque de terror gótico con el que impregnas toda la ambientación de la historia. El final no augura cosas buenas para los habitantes de Wesboroth, pero espero que haya algún superviviente en la asegunda parte. Un gran saludo y feliz Hallowen en este excelente espacio literario.
¡Muchas gracias por leer y comentar el relato Miguel! Me alegro de que te haya gustado. Novelesco te abre las puertas de par en par, vuelve siempre que quieras. ¡Un abrazo! ; )
Buen relato Ramón, por un momento me he imaginado ahí dentro, que escalofrío me ha dado. Me gusta
¡Muchas gracias por comentar, Joana! Me alegro de que te guste. ¡Un fuerte abrazo y vuelve a Novelesco siempre que quieras! El blog te abre sus puertas de par en par ; )